ARTES DECORATIVAS

LOS MUSEOS

Existen los buenos museos y luego los malos. Luego los que encierran bueno y malo. Pero el museo es una entidad consagrada que engaña todo juicio. Fecha de nacimiento de los museos: 100 años; edad de la humanidad. 40 ó 400.000 años. Cuando ponéis una boca de corazón, señora, al decir: “Mi hijita está en el museo”, parecéis tener conciencia de ser uno de los pilares del mundo. Los museos acaban de nacer y en otros tiempos no existían. Admitamos, pues, que no son una función humana fundamental como el pan, la bebida, la religión, la ortografía.

Imaginémonos el verdadero museo, el que todo lo contenga, el que pueda informar sobre todo cuando los siglos hayan pasado y destruido (como saben destruir, tan bien, tan perfectamente, que no queda casi nada en pie, salvo los objetos de gran parada, de gran vanidad, de gran cosquilleo, que escapan siempre a los desastres, testimoniando la supervivencia indefectible de la vanidad). Para precisar bien nuestra idea, constituyamos, pues, el museo de hoy con los objeto de hoy; enunciemos:

Un terno vestón, un tongo, un par de zapatos, una ampolleta eléctrica, un radiador, un mantel, los vasos de vidrio de todos los días, las botellas de vinos finos o simplemente de litreado... algunas sillas como las inventadas por Kohn de Viena, tan prácticas. Se instalará en el museo una sala de toilette con su tina de esmalte, su bidet de porcelana, su lavatorio y las llaves brillantes de cobre o níquel. Pondremos una maleta Innovation, un fichero con todas sus fichas impresas, numeradas, perforadas y cortadas, y que mostrarán que en el siglo XX habíamos aprendido a clasificar. Pondremos también esos buenos sillones de cuero de los que Maple ha establecido algunos hermosos modelos; podría colocarse sobre estos sillones un letrero que dijera: “Estos sillones inventados a principios del siglo XX constituían una verdadera innovación en el arte del mueble; además expresaban las investigaciones inteligentes del confort; mas en dicha época no era lo mas apreciado lo que mejor se hacía; se preferían ciertos asientos bizarramente costosos que representaban una especie de índice de todas las esculturas y motivos que habían cubierto otros muebles de parada de épocas anteriores”.

En esta sección del museo se fijarían otros letreros, explicando que todos los objetos expuestos habían servido verdaderamente para algo; así podría el público darse cuenta del fenómeno nuevo y propio de este período: que los objetos que usaban los ricos como los pobres, no eran muy diferentes y que sólo la calidad y el acabado del trabajo los diferenciaban. Este museo, en verdad, no existe aún. Sería, sin embargo, el museo leal y honesto; sería bueno, pues permitiría escoger, aprobar y negar; permitiría escoger la razón de las cosas e incitaría al perfeccionamiento. Los turistas que escalan el Vesubio, se detienen a veces en los museos de Pompeya y Nápoles, mas sólo contemplan los sarcófagos recargados de esculturas. Sin embargo Pompeya, a causa de un suceso milagroso, constituye el único y verdadero museo digno de tal nombre. Al constatar cuán precioso es para la educación del pueblo no podemos menos de desear vivamente la formación desde hoy de un segundo museo pompeyano de la época moderna: se han constituido ya algunas sociedades con este fin; se ha creado en Francia, por ejemplo, la sección del Pabellón Marsán en el Louvre, museo de artes decorativas modernas; hay allí un testimonio de la época, pero un testimonio parcial y fragmentario. Un hombre de otro planeta entrando allí súbitamente se creería, más bien, en el manicomio.

Los objetos que se ponen en vitrinas, por este hecho quedan consagrados; dícese de ellos que son objetos de colección, que son raros y preciosos, amados y hermosos. Son decretados hermosos, sirven, pues, de modelos, y viene aquí el encadenamiento fatal de ideas y consecuencias. ¿De dónde vienen? De las iglesias, cuando éstas habían admitido el principio de fausto para abismar, imponer, atraer, forzar los sentimientos. Dios estaba en el oro y en los tallados; había reñido con S. Francisco de Asís y, muchos siglos más tarde, no había aún bajado a los suburbios de las “ciudades tentaculares”.

Venían también estos objetos de castillos y palacios: a imponer, epatar, satisfacer el guiño pintarrajeado que dormita en el fondo del ser humano y que la cultura echa fuera, atado y con bozal. Ante el lejano pasado, nos sentimos indulgentes; estamos dispuestos a encontrarlo todo hermoso y bien, nosotros que somos severos y agrios en la crítica de los esfuerzos desinteresados y apasionados de nuestros contemporáneos. Fácilmente olvidamos que el mal gusto no ha nacido hoy y que bastaría echar una ojeada a algún viejo libro del siglo XVIII, para darse cuenta que ya en esa época mucha gente bien protestaba a diario contra el libertinaje desvergonzado de las artes, contra los fabricantes de pacotillas. Se encuentran en las bibliotecas preciosos tratados de la decadencia que reinaba en ciertos momentos. Así, se lee: “La arquitectura a la moda, con los nuevos dibujos para la decoración de los edificios y jardines, hechos por los más hábiles arquitectos, pintores, escultores, carpinteros, jardineros, cerrajeros, etc...” Entre las chimeneas de pastelería dorada, las hay con ángeles, coronas, medallones, etc. ¡Y cuántas cosas para hacer dormir a cualquiera! Estoy cierto que el burgués data de antes de la Revolución. Quédase uno estupefacto de la falta total de gusto. Es preferible un catálogo de monumentos funerarios de hoy.

¿Y a dónde han pasado tales objetos? A los coleccionadores, a los anticuarios, a los museos. Por cierto que entre ellos hay hermosas cosas. Pero el hecho que es verdaderamente característico, es nuestro sentimiento de admiración automática, nuestra falta de juicio crítico cuando se trata de las cosas legadas por los siglos. ¿A quién se dirigía toda esta pacotilla fabricada en tiempos de los grandes reyes? A una categoría de gentes que hoy día no respetamos. Es, pues, desastroso enviar a nuestros hijos a los museos a inspirarse con religioso respeto de objeto mal hechos y mal sonantes. Y aquí también los conservadores podrían salvarnos si consintiesen en poner un letrero declarando lo siguiente, por ejemplo: “Este sillón o esta cómoda, debió pertenecer a un despachero parvenu que vivió en 1750...”

El museo ha escogido arbitrariamente. El museo debe escribir sobre su fachada: “Aquí dentro se halla la más parcial de las documentaciones de las épocas pasadas. Que se sepa y se tenga cuidado”. En estas condiciones se restablece la verdad. Desearemos, entonces, hacer algo más que imitar las debilidades de ciertas gentes débiles de los siglos anteriores. Los museos son un medio de instruirse para los hombres inteligentes, así como la ciudad de Roma es una fecunda enseñanza para aquellos que tienen profundo conocimiento de su oficio.

El hombre desnudo no lleva chaleco bordado: desea pensar. El hombre desnudo es un ser normalmente condicionado que no necesita adornarse. Su mecánica es lógica. Quiere comprender el por qué de las cosas. Así se esclarece. No tiene prejuicios. No adora fetiches. No es coleccionador ni conservador de museos. Si le gusta instruirse es para armarse. Se arma para atacar la tarea del día. Si, a sus horas, le gusta mirar a su alrededor y tras sí, es para coger el por qué de las cosas.