SALUDO A LOS NUEVOS PARLAMENTARIOS

Al dirigirme a vosotros, novísimos ungidos por la gracia republicana del cohecho, no he de aplicaros el calificativo de honorables, pues con ello no conseguiría, ciertamente, acreditaros ante nadie, y sí desacreditar un vocablo anciano y pobre que pronto pasará a figurar, con honra, entre los arcaísmos de la Lengua. Además, el progreso nos ha enseñado a ser irreverentes, y la democracia, de la cual sois voceros y usufructuarios, cubriéndonos con un ilusorio reflejo de soberanía, nos permite tomarnos alguna confianza cuando nos dirigimos a los que, como vosotros, escalan con diente y garra la resbaladiza ladera del Olimpo Parlamentario. Y ya que del Olimpo hablamos, para continuar la figura os llamaré dioses: si bien se os observa, ofrecéis las características de aquellos tonantes inmortales cuyas vidas y hechos nos relata, con socarronería grandilocuente, ese vago poeta llamado Homero. Como ellos estaréis muy por encima de los demás ciudadanos del Estado; señalaréis normas y dictaréis leyes admirablemente caprichosas, aunque, demasiado a menudo, ajenos, como es natural, a las miserables preocupaciones de la tierra, no conozcáis ni de nombre el alfabeto, la lógica, el sentido común y la honradez. Cerniéndoos entre nubes de grandeza, adorados por los humildes catecúmenos de círculo, de corrillo o de club, solicitados por cotizables ninfas urbanas, se os pasarán los días, hasta cumplir vuestro período, sorbiendo con delicia y largueza, el néctar y la ambrosia del Presupuesto Nacional. Nuevos Aladinos, golpeando con el rollo de vuestras actas electorales, se os abrirán todas las puertas del prestigio y de la admiración beata de las multitudes, y os pondréis a cubierto, muy a tiempo, de instituciones tan indiscretas como la Policía y la Dirección de Sanidad. Como la bestia rubia de Nietszche estaréis más allá del bien y del mal; sentados refociladamente en los sillones que entibiarán con sus posaderas, valetudinarias los padres del parlamentarismo, moveréis, para honra y provecho de la burguesía, del capitalismo y de la burocracia, los complicados resortes de la Administración Pública. Es posible también que alguna vez la imagen desgreñada del pueblo turbe vuestra laboriosa digestión así como la “imagen espantosa de la muerte” molestaba en su reposo al atildado sonetista del siglo de oro. Pero no os preocupará mucho el pueblo. ¿Para qué? El Ejército, la Policía, la Magistratura están a vuestro lado, prontas a reprimir con saludable energía cualquier rebeldía desapoderada, la cólera visionaria de los que tienen hambre y sed de justicia, la violencia demagógica de los predicadores populares, hombres, por lo general, tan limitados de criterio y de corazón, que se atreven a combatir la guerra que hace posibles las festividades patrióticas y el egoísmo capitalista que permite la existencia de los Rockefeller, los Rostchild, los Edwards, cuya munificencia cristiana construye hospitales y establece premios a la virtud. Seréis, y tenedlo a honor, fieles guardadores de la tradición y del orden social. Las diferencias aparentes que os dividen en antagónicas entidades –Alianza Liberal y Unión Nacional– no existen en la realidad profunda de vuestros propósitos, ni en la medula esencial de vuestros programas. Todos vosotros, o casi todos, sois individuos con arraigo en la sociedad burguesa; estáis vinculados por mil intereses apremiantes a la bancocracia, a las todopoderosas compañías mineras, salitreras, industriales, agrícolas; sois ruedecillas tenaces de la gran máquina de explotación que transforma –aquí como en todas partes– el sufrimiento y el sudor de las masas, en brillantes y apetitosas libras esterlinas. A vosotros os corresponde, pues, mantener limpio y firme, el andamiaje sagrado del Estado. Sed duros en el cumplimiento honesto de vuestro deber burgués. Sois habilidosos y sabréis apaciguar con algunas leyes de nombre sonoro, la efervescencia levantisca de los que están perdiendo la fe. Largaréis la cuerda sólo hasta donde no se resientan vuestros intereses ni los intereses de las compañías que representáis con vuestra impudicia democrática. Pensad con recogimiento de conciencia en la desmesurada responsabilidad que os habéis echado encima: los agiotistas, los terratenientes, los gestores, tienen las miradas puestas en vosotros, confían en vosotros, tienen fe en que corresponderéis espléndidamente a sus esperanzas y al dinero que os dieron para mangonear a los inefables electores de Chile.

Hemos examinado con rígido criterio el nuevo Parlamento, y estamos ciertos de que la venerable tradición de los Parlamentos anteriores no va a ser interrumpida. La mayoría esta constituida por buenos repúblicos. Se ha conseguido, también, una necesaria y plausible depuración: diputados contumaces y absurdos como Recabarren, no vuelven, y en cambio, a reemplazarlos, llega gente nueva, llena de merecimientos y de condenas judiciales, que habla bien de la patria y cree en el talento de historiador de Gonzalo Bulnes. Ahora no habrá voces disonantes. Los abejorros subversivos no turbarán la paz viscosa de los debates parlamentarios. Fraternizaran en el cultivo respetuoso de sus empresas, la minoría unionista y la mayoría aliancista. Diputados hediondos de mediocridad, como Tagle Ruiz, el tinterillo asotanado de Caupolicán, se codearán con filibusteros, como Cornejo, el aventajado calígrafo y mercader de Valparaíso. Todo seguirá, felizmente, igual. De vez en cuando, en la Cámara Joven, el sacristán Gumucio vaciará, por prescripción médica, su vesícula biliar, o Edwards Matte, el moralista tonante, recitará, como propio, un aborto literario de Vargas Vila, o bien, Oscar Chanks expondrá con exaltación plebeya las “ideas” del capitán Caballero, director vitalicio de la Asociación del Trabajo. En tanto, en el Senado, arca santa de la tontería ceremoniosa y calva, el “Maestro Yáñez” leerá con énfasis adoctrinante, un amazacotado editorial de “La Nación”; Víctor Celis, recordando las veleidades líricas de su mocedad, ensartará sudorosamente apolilladas figuras de retórica; Ladislao Errázuriz, ese elegante aristócrata de vocabulario plebeyo y bizarría mujeril, que extorsionó los dineros del pueblo en la pintoresca mascarada patriótica del año 20, continuará con gemidos histéricos debelando las tropelías electorales cometidas por el Gobierno, que han dado al traste con sus ridículas ambiciones presidenciales; y Arancibia Laso, rábula con arrestos de capataz y escrúpulos de agenciero, repetirá como un estribillo demente su inefable aforismo sociológico: “La cuestión social se soluciona a palos...” Y allá los otros. Y este 1.o de Junio, don Arturo Alessandri, seguido de un cortejo resplandeciente de generales y ardeliones, irá a leeros su cuarto mensaje presidencial. El Zeus mapochino, no lucirá en esta nueva asamblea olímpica el rayo mitológico: lucirá su palabra rica de tonalidades italianas, la fuerza convincente de su verbo que ha dominado por igual –ora suave como un ala, ora agresivo como una espada– mujeres y muchedumbres. Hablará, como otras veces, de su amor al pueblo, de la salvación nacional, de todas esas cosas vagas, y por lo vagas, hermosas, que forman el silabario Matte del político. Después, en medio de tropas, aplausos, flores y sonrisas, volverá a la Moneda a sacarse el frac y a ponerse chinelas.Y vosotros continuaréis reuniéndoos periódicamente para dedicaros a la resolución gedeónica de los asuntos públicos. Bostezaréis, fumaréis... y humo y sólo humo será vuestra obra. El pobre pueblo crédulo y paciente hasta lo inverosímil, seguirá por mucho tiempo confiando en vosotros, espiando las puertas severas de la Representación Nacional, a la espera del milagro. Vosotros, adentro, urdiréis, en tanto, la trama aviesa de las intrigas, de las combinaciones y de los proyectos; no prestaréis oídos a las crecientes rebeldías de la miseria; y si algún profeta harapiento os anuncia el día del castigo, sonreiréis placenteramente con la sonrisa grasienta de Baltasar. Pero en el alma desmesurada del pueblo extienden su raigambre tenaz, sueños ardientes, anhelos confusos, esperanzas invencibles. Un día estallarán en floraciones magníficas de voluntad, de fuerza y de sacrificio lúcido y acaso os sorprendan, entonces, divagando cómodamente como ahora, sobre la mejor manera de hacer, según los consejos de Zeus, la “grandeza del pueblo y la prosperidad de la nación”.

JUAN CRISTOBAL