Una pagina admirable de France

ANATOLE FRANCE

Cuando se examinen, en el futuro, los hombres representativos de nuestra época, la personalidad de Anatole France surgirá, abrillantada por la perspectiva del tiempo, como la síntesis más admirable del genio de una raza y del espíritu de una cultura. –Nadie como él, en verdad, ha encarnado con mayor plenitud de inteligencia y mayor pureza de expresión, las virtudes y los defectos de la literatura francesa.–Como Rabelais, como Voltaire, reprodujo el alma tradicional con sus tendencias, sus exquisiteces y sus limitaciones.–Es nacional, es decir, francés, por el arranque de su ironía piadosa, por el amor a las actitudes elegantes y libres, por la agudeza de su dialéctica demoledora y la gracia mesurada de la forma; es universal, es decir, humano, por la intención social de sus escritos, por la fraternal simpatía hacia los humildes latente bajo la corteza de un escepticismo atildado y erudito, por la generosidad que se adivina contenida entre la impecable pulcritud de su estilo y la sonrisa indiferente de su filosofía.–Fue un gran artista; alcanzó todas las perfecciones del talento y del gusto; su prosa tiene la ondulante fluidez, la límpida sobriedad de los clásicos y también a veces, su frialdad decorativa; pero las altas exasperaciones de la sensibilidad y del pensamiento, el estallido creador de las pasiones, y, sobre todo, el sentimiento trágico y penetrante de la naturaleza y de la vida, le faltaron en absoluto: no alcanzó al genio.– Penetramos en su obra tranquila dispuestos a la sonrisa y al recreo como a uno de eso jardines versallescos de que nos hablan los poetas cortesanos.–Todo nos dará una sensación de orden, de proporción y de delicadeza; sentiremos la placidez de lo hermoso, el encanto de lo agradable, el deleite que producen las cosas comedidas y justas.–Aún más: lo admiraremos lo amaremos; pero no sentiremos por él esa devoción espontánea y profunda que nos lleva a releer, una y otra vez, con dolorosa insistencia, las páginas de los grandes maestros.– Llegaremos al final de un libro suyo, y de todo, apenas quedarán flotando en nuestro espíritu una imagen feliz, un personaje amable, y la finura de una ironía incomparable.– Nada de esas angustias sagradas, de esas inquietudes turbulentas que tuercen el curso de un destino y cambian el aspecto de una vida; nada de esos rumores extraños que sorprenden al buscador en medio de la “oscura selva” donde el genio encontró la inspiración de sus gritos eternos.–En ocasiones este suave pontífice de tolerancia, este ameno negador de las mentiras sociales y de las ilusiones humanas ocupó la tribuna de los iluminados y habló al mundo de “los tiempos mejores”.–Creía, o decía creer en el advenimiento de una humanidad nueva organizada sobre la libertad y el amor fraternal; para prepararla fundó con otros intelectuales franceses el “Grupo Claridad” y aportó sus últimos entusiasmos a la propaganda social.–Hoy, que las fuerzas reaccionarias afirman violentamente en todas partes los privilegios del capitalismo, se hará sentir, como nunca, la ausencia de su palabra y el estímulo de su actitud.

JUAN CRISTOBAL

LOS GOLPES DE ESTADO

El señor Rockstrong, que era un hombre inteligentísimo, no guardó rencor a mi admirable maestro por su sinceridad. Después de servirnos el dueño de El Joven Baco un buen jarro de vino, el libelista levantó el brazo brindando por el señor abate Coignard, a quien llamó en tono de suma jovialidad: bribón, compinche de los bandidos, apoyo de la tiranía y sostén de la ilustre canalla. Mi bondadoso maestro correspondió a tanta cortesía con palabras amables, gozoso de brindar a su vez por la salud de un hombre cuyo humor natural no había sido alterado nunca por la filosofía. –Comprendo– añadió– que las excesivas meditaciones han debilitado mucho mi cerebro; y como no es propio de la naturaleza humana el ejercicio del pensamiento con alguna profundidad, confieso que mi propensión a meditar es una manía poco frecuente y bastante incómoda. Desde luego, me incapacita para toda clase de negocios, porque siempre se tratan los asuntos con estrechas miras y horizontes limitados, Os admiraríais, señor Rockstrong, si imaginarais la pobre sencillez de los genios que han transformado el mundo. Los conquistadores y los hombres de Estado que modifican los aspectos del mundo, nunca reflexionan acerca de lo que pueden sentir y pensar las almas que manejan y trastornan sin compasión. Enciérrenle completamente, limitándose a la pequeñez de sus enormes planes, y los más sabios abarcan sólo en su comprensión un reducido número de objetos. Tal y como me veis, señor Rockstrong, me sería imposible ocuparme de la conquista de las Indias como Alejandro, ni fundar y gobernar un Imperio, ni siquiera lanzarme a una de esas colosales tentadoras empresas que exaltan el orgullo de un hombre impetuoso. La reflexión me estorbaría desde el primer instante; y al iniciar cada uno de mis movimientos hallaría razones para detenerme. Luego, volviendo los ojos hacia donde yo estaba, mi bondadoso maestro suspiró y dijo: –La reflexión es una dolencia devastadora; que Dios os preserve de ella. Dale vuelta hijo mío, como ha preservado a sus más ilustres santos y a las almas piadosas elegidas por El con una delectación especial para que disfruten las inefables delicias de la gloria eterna. Los hombres que piensan poco, y mejor aún los que no piensan nada, consiguen un éxito feliz en sus negocios de este mundo y del otro, mientras los reflexivos háyanse constantemente amenazados por el desacierto y la derrota en esta vida temporal, y por la condenación en la vida eterna: tanta es la malicia que encierra el pensamiento. Estremeceos al considerar, hijo mío que la serpiente del Génesis es el más antiguo de los filósofos y su inmortal soberano. El señor abate Coignard, después de beber un trago de vino, prosiguió en voz baja: –Por lo que se refiere a mi salvación, no me ha preocupado nunca. No apliqué nunca mis razonamientos a las verdades de la fe. Sólo he meditado acerca de los actos de los hombres y de las costumbres ciudadanas, por lo cual no soy digno de gobernar una ínsula, como Sancho. –¡Felizmente!–repuso el señor Rockstrong, riendo–, porque vuestra isla sería un refugio de bandidos y de malandrines, donde los criminales condenarían a los inocentes, en el caso de que allí hubiera inocentes. –Lo creo, señor Rockstrong, lo creo– replicó mi bondadoso maestro–. Es probable que si yo gobernase otra ínsula Barataria, sucediera lo que decís. Habéis descrito en pocas palabras todos los imperios del mundo. Comprendo que el mío no sería mejor que los otros. No me hago ilusiones respecto a los hombres, limitándome a despreciarlos para no aborrecerlos. Sí, señor Rockstrong: los desprecio cariñosamente; pero no me lo agradecen; preferirían ser odiados. Se disgustan cuando se les demuestra el más suave, el más gracioso, el más indulgente, el más caritativo, el más humano de los sentimientos que pueden inspirar: el desprecio. Y a pesar de todo, el desprecio reciproco es la paz de la tierra; si los hombres aprendieran a despreciarse con sinceridad los unos a los otros, no se perjudicarían, y vivirían tranquilamente. Los malos de las sociedades cultas provienen de que los ciudadanos se estiman con exceso, y de que exaltan el humor como un monstruo sobre las miserias de la carne y del espíritu. Este sentimiento les hace soberbios y crueles. Aborrezco el orgullo, que nos aconseja honrarnos a nosotros mismos y honrar al prójimo, como si alguien de la posteridad de Adán pudiera ser digno de alabanzas. Un animal que come, bebe; ¡dadme de beber!, y ama, es digno de compasión; puede interesar algunas veces y agrada sólo de cuando en cuando. Se honra con el prejuicio más absurdo y más feroz; este prejuicio es la fuente de todos los males que sufrimos; es una detestable especie de idolatría; y para asegurar a los humanos una existencia llevadera, sería preciso recordarles su natural humildad. Serán felices cuando conducidos al verdadero conocimiento de su condición, se despreciarán las unos a los otros sin que ninguno sea exceptuado en tan excelente desprecio. El señor Rockstrong encogióse de hombros: –Señor abate– dijo– sois un cerdo. –Me hacéis demasiado favor– adujo el ilustre abate–; sólo soy un hombre, y siento en mí los gérmenes de la torpe arrogancia que detesto, y de la soberbia que impulsa a la raza humana a los duelos y a las guerras Hay momentos señor Rockstrong, en que me dejaría cortar el pescuezo en defensa de mis opiniones; lo cual sería una insensatez, porque al fin y al cabo, ¿quién que asegura que mis razonamientos superan a los vuestros, indudablemente deplorables? ¡Dadme de beber! El señor Rockstrong llenó amablemente el vaso de mi bondadoso maestro. –Señor abate– le dije–, no estáis en vuestros cabales, pero merecéis mi estimación, y desearía saber lo que halláis de reprochable en mi conducta pública y por qué me combatís, afiliándoos en esto al partido de los tiranos, de los hipócritas, de los ladrones y de los jueces prevaricadores. –Señor Rockstrong– respondió mi admirable maestro– permitidme que ante todo lance con indiferencia clemente sobre vos, sobre vuestros amigos y sobre vuestros enemigos aquel sentimiento suave que, dando fin a las querellas, nos tranquiliza; permitidme que no estime bastante a los unos ni a los otros para delatarlos a la vindicta de las leyes y atraer suplicios sobre sus cabezas. Los hombres, hagan lo que hagan, son siempre inocentes, y no puedo permitidme, para daros gusto, la malicia de exceptuar al milord canciller que condenó vuestras declamaciones acerca de los crímenes del poder constituido, calcadas en otras de Cicerón. Soy poco aficionado a las catilinarias procedan de donde procedan y me aflige ver que un hombre como vos se ocupe de variar la forma de gobierno. Es la ocupación más vana y más frívola a que puede consagrarse la inteligencia. Proceder contra los que nos gobiernan es una simpleza, cuando no es un recurso para medrar o para vivir. Dadme vino. Pensad tranquilamente, señor Rockstrong, que esos bruscos cambios de Estado que meditáis no pasan de ser cambios de hombres, y si los hombres, en general, son todos lo mismo: vulgares en lo malo y en lo bueno; de modo que reemplazar doscientos o trescientos ministros, gobernadores de provincias, agentes, fiscales o presidentes, por otros doscientos o trescientos, es un trabajo completamente inútil, es limitarse a poner a Felipe y a Bernabé en el puesto que ocupaban Pablo y Javier. En cuanto a cambiar la condición de las personas, como vos pretendéis, lo considero imposible, pues esa condición no depende de los ministros, que nada son; depende sólo de la tierra, de sus frutos, de la industria, de los negocios, de las riquezas reunidas durante el Imperio, del arte de los ciudadanos en el tráfico y en el cambio, cosas que, buenas o malas, no están en manos del príncipe ni de los oficiales de la Corona. El señor Rockstrong interrumpió vivamente mi maestro: –¿Quién no comprende señor abate, que el estado de la industria y del comercio depende del Gobierno, y sólo hay buena administración en un gobierno libre? –La libertad– repuso el señor abate Coignard– es efecto de la riqueza de los ciudadanos, que se hacen independientes cuando son bastante poderosos para ser libres. Los pueblos se toman todas las libertades de que pueden disfrutar, o mejor dicho, reclaman imperiosamente instituciones y garantías para los derechos que con sus industrias han adquirido. “Toda la libertad proviene de ellos y de sus propios impulsos Hasta sus ademanes instintivos ensanchan la red del Estado que se extiende sobre ellos. Así podrá decirse que por muy detestable que sea la tiranía es necesaria, y que los gobiernos despóticos son la envoltura de un cuerpo imbécil y esmirriado. ¿Alguien ignora que las apariencias del Gobierno son como la piel donde se muestra la estructura de los animales sin modificarla? “Os fijáis en la piel sin interesaros por las vísceras, y en esto demostráis, señor Rockstrong, poca filosofía natural. –De modo que no advertís diferencias entre un Estado libre y un Gobierno tiránico, y todo eso para vos, señor abate, no tiene más importancia que el pellejo del animal? ¿No comprendéis que los derroches del príncipe y las malversaciones de los ministros pueden, aumentando los gastos, arruinar la agricultura y hacer imposible cualquier negocio? –Señor Rockstrong: en cada país hay únicamente, para un tiempo determinado un solo Gobierno posible, como un animal sólo puede cubrirse con un pellejo. De donde se infiere que deberíamos dejar al tiempo, siempre galante, como dijo no sé quién, el cuidado de variar los imperios y rehacer las leyes. Trabaja con una lentitud infatigable y clemente. –¿Y no creéis señor abate, que es preciso ayudar al anciano que representan en los relojes empuñando una hoz? ¿No creéis que una revolución como la de Inglaterra y la de los Países Bajos produzca algún efecto en el estado de los pueblos? ¿Nó? Merecéis viejo loco, que os pongan el gorro verde. –Las revoluciones– replicó mi bondadoso maestro– se producen para conservar los bienes adquiridos y no para ganar otros nuevos. La locura de las naciones y la vuestra, señor Rockstrong, consiste en fundar grandes esperanzas en la caída de los príncipes. Al sublevarse los pueblos aseguran de vez en cuando la conservación de sus privilegios amenazados, pero nunca lograron adquirir por semejante procedimiento privilegios nuevos; menos mal que se contentan con palabras. Es curioso, señor Rockstrong, que los hombres se dejan matar fácilmente por una frase que no tiene sentido. Ajax lo había observado ya en su tiempo. “Creía yo en mi juventud– le hace decir el poeta– que las acciones eran más poderosas que las palabras; pero ahora observo que la palabra puede más”. Así hablaba Ajax, hijo de Oilée. Señor Rockstrong: ¡bebamos!

EL EJERCITO

Estábamos en el Puente Nuevo y oímos un redoble de tambores. Era el pregón de un sargento reclutador que, con la mano izquierda apoyada en la cadera, erguíase sobre el terraplén frente a una docena de soldados, los cuales llevaban panes y salchichones ensartados en las bayonetas de los fusiles. Un grupo de mozuelos y de chiquillos le contemplaba con la boca abierta. Atusándose el bigote hizo su arenga. –No le prestemos atención– dijo mi buen maestro–; sería tiempo perdido. Ese sargento habla en nombre del rey, y no es posible que diga nada interesante. Si os place oír un discurso ingenioso acerca del mismo asunto, entrad en alguno de esos garitos del malecón de la Ferraille, donde los enganchadores alistan a los lacayos y a los palurdos. Dichos enganchadores que suelen ser unos pícaros, tienen fama de elocuentes. Recuerdo haber oído en mi juventud, el tiempo del difunto rey, la más maravillosa arenga en boca de uno de esos traficantes de carne humana, tendero en el valle de la miseria que veis desde aquí, hijo mío. Reclutaba hombres para las colonias: “Jóvenes que me rodeáis– les decía–, seguramente habréis oído hablar de Jauja: es preciso ir a la India para hallar tan afortunado país; allí todo abunda. ¿Buscáis oro, perlas, diamantes? Los caminos están cuajados de ellos: basta con inclinarse para cogerlos. Y ni aún eso hace falta: los salvajes los cogen para vosotros. Nada os digo del café, de los limones, de las granadas, de las naranjas, de los plátanos y de mil frutas deliciosas que se crían sin cultivo, como en el paraíso terrenal. Si me dirigiera a mujeres o a niños, podría ponderarles esas pequeñeces; pero hablo a hombres”. Omito, hijo mío, todo cuanto dijo de la gloria; pero creer que igualó a Demóstenes en energía, y a Cicerón en elocuencia. El resultado de su discurso fue mandar cinco o seis mil desgraciados a morir de fiebre amarilla en los pantanos; tan cierto es que la elocuencia resulta un arma peligrosa y el genio de las artes ejerce su poder irresistible en el mal como en el bien. Agradezco a Dios, Dalevuelta, hijo mío, que no hubiéndonos dado talento de ninguna clase no os expone a ser, algún día, el azote de los pueblos. Se reconoce a los preferidos de Dios, hijo mío, en que no tienen talento; y he observado que la inteligencia, muy considerable, con que me dotó el Cielo, es una causa incesante de peligros contra mi tranquilidad en este mundo y en el otro. ¿Qué sucedería si las ambiciones y los pensamientos de un César invadiesen mi cerebro y mi corazón? Mis deseos no distinguirían de sexos y sería inaccesible a la piedad. Provocaría en mi patria y en otras naciones guerras inextinguibles. Al menos el gran César disfrutaba de un alma elegante y de cierta dulzura. Murió con dignidad apuñalado por sus virtuosos asesinos. ¡Oh día eternamente funesto, en que unos brutos sentenciadores destruyeron al monstruo encantador! Soy digno de llorar al divino Julio junto a Venus, su padre: y si le llamo monstruo es por ternura, porque en su espíritu sereno lo único excesivo era el poder. Tenía un sentimiento innato del ritmo y la medida. En su juventud complacióse igualmente con los atrevidos del vicio y con los de la Gramática. Era orador, y la belleza, sin duda, servía de adorno a la sequedad voluntaria de sus discursos. Amó a Cleopatra con la exactitud geométrica que puso en todas sus empresas; selló sus escritos y sus acciones con la brillantez de su genio; fue partidario del orden y de la paz hasta en la guerra; sensible a la armonía; tan hábil constructor de leyes, que vivimos aún sin dejar de ser bárbaros bajo la majestad de su imperio, que hizo el mundo tal y como es hoy. Ya veis, hijo mío, que no le escatimé alabanzas ni afecto. Capitán, dictador, soberano pontífice, amasó el Universo entre sus hermosas manos. Yo he sido maestro de elocuencia en el colegio de Beauvais, secretario de una cantante de la Opera, bibliotecario del señor obispo de Séez, memorialista en el cementerio de los Santos Inocentes y el preceptor del hijo de vuestro padre en el figón de La Reina Patoja; he compuesto un hermoso catálogo de manuscritos preciosos, he redactado algunos libelos, de los que será preferible no hablar, y he formulado en papel de estraza máximas despreciadas por los libreros. Tal como soy, no cambiaría mi existencia por la del famoso César; violentaría demasiado mi sencillez. Prefiero ser un hombre desconocido, pobre y despreciado, como lo soy en efecto, que subir a esa cúspide donde se abren al Universo nuevos destinos por sendas ensangrentadas. “El sargento reclutador que promete a los miserables que le escuchan un sueldo además del pan y de la carne, me inspira, hijo mío, profundas reflexiones acerca de la guerra y del ejército. Yo desempeñe todos los oficios, menos el del soldado, que me inspiró siempre horror y repugnancia por los caracteres de esclavitud, de vanagloria y crueldad inherentes a él, y que son opuestos en absoluto a mi carácter pacífico, a mi ansia salvaje de libertad y a mi espíritu que, reflexionando acertadamente acerca de la gloria, estima en su verdadero valer la de los mosqueteros. No hablo ya de mi funesta e invencible inclinación a meditar, que hubiera sido excesivamente contrariada por el ejercicio del sable y el fusil. De igual modo que no deseo ser un César, es natural que tampoco aspire a ser un La Tulipe o un Brin-d`Amour; y no me atrevo a ocultaros, hijo mío, que el servicio militar se me presenta como lo más horrible e inaceptable. “Por ser filosófico este sentimiento, no considero probable que participen de él muchas personas. En realidad, los reyes y las repúblicas tendrán siempre todos los soldados convenientes para las maniobras y las guerras. He leído los tratados de Maquiavelo en casa del señor Blaizot, en la Imagen de Santa Catalina, donde se hallan completos y bien encuadernados en pergamino. Merecen esa distinción, hijo mío; te aseguro que profeso una reverente admiración al secretario florentino, por ser el primero que presentó los actos de los políticos sin esas razones de justicia en las que sólo fundaron perversidades maliciosamente dignificadas. Ese florentino comprendió los riesgos que su patria corría, siempre a merced de sus propios defensores, y tuvo la idea de un ejército nacional o patriótico. En alguno de sus libros considera conveniente que los ciudadanos contribuyan a la defensa de su patria, siendo soldados todos. He oído sostener lo mismo en casa del señor Blaizot al señor Román, muy escrupuloso, como sabéis, en cuanto se refiere a los derechos del Estado; sólo se preocupa de lo general y de lo universal, y sólo estará satisfecho cuando todos los intereses privados se sacrifiquen al interés público. Así, pues, Maquiavelo y el señor Román quieren que seamos todos soldados, puesto que todos somos ciudadanos. No afirmaré, como ellos, que sea esto lo más justo, pero tampoco diré que sea injusto, por la sencilla razón de que lo justo y lo injusto dependen sólo del razonamiento, y por consiguiente corresponde a los sofistas decidir. –¡Cómo, mi buen maestro!– exclamé con dolorosa sorpresa.– Pretendéis que la justicia depende de las opiniones de un sofista, y que nuestras acciones sean justas o injustas, según lo decida con sus argumentos un hombre ingenioso? No sé como expresar hasta qué punto me sorprende vuestra máxima. –Dalevuelta, hijo mío– respondió el señor abate Coignard–, tened en cuenta que te hablo de la justicia humana, siempre distinta de la justicia de Dios, y generalmente contraria. Los hombres sólo han sostenido la idea de lo justo y de lo injusto con su elocuencia, que se halla sometida al pro y al contra. Sin duda pretendéis, hijo mío, cimentar la justicia en el sentimiento; pero tened cuidado que sobre tal base sólo construiréis una morada humilde y doméstica: la cabaña del vieja Erandro, la choza donde Filemón vivía con Baucis. El palacio de las leyes, la torre de las instituciones del Estado requieren otros cimientos. La naturaleza, ingenua, no sabría soportar por sí sola su peso inicuo; y esos muros temibles se alzan sobre las mentiras antiguas, gracias al arte sutil y feroz de los legistas, de los magistrados y de los príncipes.

ANATOLE FRANCE.