LA INQUIETUD DEL PRESENTE

Por inexorable ley de relación que elimina a los elementos gastados o incapaces para la lucha, se produce de vez en cuando una crisis de valores que no puede ser sino saludable para las colectividades. Por eso las defecciones de unos, el estancamiento de otros y las decepciones de los demás, no nos alarman demasiado. Mantenemos a ese respecto el mismo criterio que aplicamos al orden burgués: lo que no progresa perece irremisiblemente. Lo esencial es tener ideales correctos, noción consciente del rol que cada cual debe desenvolver para apresurar el proceso de la libertad. ¿Qué pueden importar uno o cien rezagados? ¿Qué uno o mil caídos en el ejercicio de la lucha? Hay tanto nombre a quien convencer para adherirlo a las gestas de estos tiempos, que todos los huecos pueden ser llenados de inmediato, cada vez que se produzcan en las filas de los combatientes. Cuando una luz se apaga, un millar pueden ser encendidas. Las tinieblas no son de esta época. Ni cierzos ni tempestades logran extinguir por completo las llamas que inflaman la conciencia humana. Son hoy de un vigor extraordinario esos lampos de luz. Los alimenta un sentimiento nuevo que no puede eclipsarse como la imagen fugitiva de un sueño hermoso, sino que debe realizar sus augustas premisas de libertad por imperativa ley de vida y conservación de la especie. De ahí que todo y nada sea para nosotros transitorio. En la inmensa retorta donde se funden los elementos constitutivos de la vida, se volatilizan los inútiles o nocivos, permitiendo a aquellos que son afines, plasmarse en cuerpos resistentes y bien conformados, destinados a prolongar la evolución cósmica, manteniendo el equilibrio universal. En la eternidad de esta transformación de elementos, es difícil estimar cual de ellos tiene función más importante, ni hasta donde se proyecta su energía. Con lo que palpita, vibra y acciona, están aquellos a quienes domina esa misma ansia de agitación. Con los anonadados, perezosos o vencidos, descansan aquellos cuya pupila se ha nublado para los grandes ensueños. Hay que entender que no son pocos los que entre nuestros espléndidos valles de luz andan a tientas. Ni los que necesitan de lazarillos que los conduzcan de la mano a causa de su crónica ceguera. Se explican así sus frecuentes tropezones, su empantanamiento o su caída a los abismos del olvido. Es dura la lucha por un ideal y cruel la lucha por la vida. A menudo chocan entre sí estas dos necesidades y termina por salir victoriosa una de ellas. Cuando la necesidad animal se impone, manifestada en el deseo de nutrición exclusivamente, perece el alma para toda gesta magnífica y el hombre se desintegra de la propia vida, que por estar íntimamente vinculada a la vida colectiva, se complementa en la de los demás. ¿Quién puede jactarse del prodigio de haber podido dar la espalda a los intereses temporales y a todo principio moral estatuido, que son fardo de arcaicas preocupaciones en las conciencias de los hombres? Indudablemente pocos. Esa convicción debe sernos permanente. La visión del gran número puede traicionarnos. Es conveniente alejarlo a todo trance. Hay predios vedados para los zambos y los tuertos. Por la imposibilidad de marchar rectos, se inclinan sobre los céspedes y estropean las plantas. Y los que sobran, infelizmente, son tuertos del espíritu y zambos del intelecto. Levantémosles cuanto podamos la pupila, corrijamos hasta donde nos sea posible las torceduras que tanto afean a las personas, pero no pensemos jamás en perfeccionar a todos los lisiados morales, hasta convertirlos en la imagen efeba de Adonis. No debemos ofrecernos en sacrificio a tal pretensión. Por lo demás, sería incurrir en vicios que combatimos y dan razón de ser a nuestros principios. Si nada buscamos para nosotros en esta batalla ruda y sin tregua contra el mundo de las injusticias, nada hemos de pedir a nadie. Que cada cual ofrezca lo suyo si es que posee algún caudal moral digno de ser ofrecido en favor de su libertad, de lo contrario, que continúe esclavo hasta el fin próximo de la esclavitud. La revolución no ha de tenerle lástima. Sus sufrimientos no lo harán más grato ante la historia. Verdugos y víctimas son fundamentalmente una misma cosa. Aun no sabemos quienes se hacen más acreedores al desprecio: si los que flagelan o los que consienten en ser flagelados. A los que no llega el eco de las rebeliones augustas, va flamante el látigo de las azotainas, que también debiera tener su virtual de sabia enseñanza, predisponiendo la voluntad para las grandes insurrecciones. Sin embargo, son más los que gimen que los que se sublevan, más los que no protestan que los que rugen sus enconos santos. Hasta por entre la verba frondosa del individualismo orgulloso, asoma el hocico la liebre cobarde que vive a lo que salte y se espanta del más imperceptible ruido. No tiene nada más que eso; orgullo, mientras no se mueve una paja, impulsada por suave brisa campera, que en tal caso corre y chilla como una endemoniada. Es que a la impotencia no le faltan disfraces. Unos la visten de palabras, otros la ocultan a fuerza de ensayar actitudes heroicas. Lo peor es que siempre se le ven las nalgas, que es, según los entendidos, por donde entra el miedo. Nunca les alcanza el paño para confeccionarse amplios sayos, a los que tienen demasiadas fealdades que cubrir. Siempre fue así. Los que caducan o no se desarrollan, todo lo ven chato. ¡También seria estupidez exigir a los escarabajos que contemplaran los horizontes y nos trasmitieran impresiones sobre su belleza! Trabajamos al hombre nuevo dentro de unos moldes ilimitados, en los que pueda rebalsarse toda la exuberancia de sus pasiones creadoras, siempre tan pujantes como sean de amplios panoramas que deban alcanzar. Y éstos no tienen fin en el tiempo ni en el espacio. En el misterio que nos constriñe a debatirnos en círculos limitados, está el secreto de nuestras acciones. Romper la nebulosa, deshacer la incógnita, describir, en fin, el arcano, es tendencia a que el hombre se sintió siempre inclinado. Hablamos del elegido por la vida para interpretar sus exigencias e imponerlas contra toda presión extraña a ella. Porque en la ineptitud de la mayoría no es preciso insistir. Abundan las pruebas que la corroboran. Pero no se crea que se edifica con ficciones, que es el más sutilizador quien mejor representa esa fuerza de expansión renovadora, latente en el espíritu de cada época. No, precisamente. A los arriesgados han correspondido todas las victorias. Aun los fracasados en empresas temerarias, han dejado algo más que el recuerdo de su intrepidez: han dejado también una ruta abierta, una trayectoria esbozada para que otros la continuaran. Tales los que iniciaran el descubrimiento de mundos presentidos y los que se lanzaran al espacio desafiando a los elementos, para conquistarlos, sometiéndolos a la voluntad de este pigmeo con arrestos de titán, que se llama hombre. A los sosegados, flemáticos y calculadores, como a los inquietos por espíritu de imitación, nada les debe la historia. Se ha escrito sin ellos. Fueron un contrapeso a su avance, nunca una fuerza impulsora. Siempre han sido provechosos a la civilización los que se colocaron en sus extremos, no los que se pusieron al lado o en el medio. Los unos la estorbaron, los otros se dejaron conducir; y cuando se sintieron ir lejos, volvieron atrás o se quedaron en medio del camino. Las dictaduras son el reflejo de esa involución. La democracia las gestó por horror a la revolución. Se vio en los dinteles de un mundo que ella presintió en los albores de su vida y ante cuya imagen hoy se espanta por apego a los hábitos e intereses adquiridos. De ahí su retorno a las formas políticas, que ayer impugnara y contra las cuales hiciera una revolución. El porvenir se presenta vestido de galas relumbrantes y cohíbe a los hombres. Demanda un esfuerzo recio de la voluntad contemplar ese panorama radiante, sin sentirse agitado por inquietantes vacilaciones. Se necesita una contextura espiritual muy sólida para aceptar los hechos tal cual los ofrece el tiempo que vivimos y sumar a ellos la voluntad en ese correr vertiginoso hacia el misterio. Para comprender que sólo una parte, la más pequeña de las conciencias está preparada, para recibir sin abrasarse el sol de las nuevas primaveras, no hay más que observar ese fenómeno. No es, por otra parte, extraordinario. Siempre que la historia estuvo en vísperas de un parto fecundo, se ha evidenciado el hecho. Y el alumbramiento se produjo fatalmente con su dolor y su sangre inevitables. En los dinteles de un acontecimiento así nada puede entristecer a los fuertes, pero sí alegrarlos. Lo que conviene es apresurar su proceso, no detenerlo. Así lo ejecutan a las mil maravillas los que algo tienen que conservar en el mundo viejo. Aquellos que todo lo hemos ofrendado al porvenir, no hemos de vacilar un momento en facilitar su triunfo. Sólo así evitaremos que el nuevo parto se malogre, empeñados como están los malhechores de la humanidad en abortar la historia en vez de procurar su feliz alumbramiento.