CONTRA EL SUFRAGIO

Decíamos en ocasión pasada que el Estado trataba de remozarse y prestigiarse llevando a la administración de la cosa pública, a los representantes de las fuerzas armadas; pero tal fenómeno no conduce a otra finalidad que la de evidenciar la crisis mundial de esta institución. Ahora bien, para contrarrestar la crítica y fomentar la ilusión en el pueblo haciéndole creer que es el soberano, le piden o le exigen, bajo sanciones legales, su participación en la gestación del Gobierno; para esto se implanta por un decreto o una ley el voto obligatorio. Para los que aún creen en la eficacia del sistema representativo y del gobierno de las mayorías– pedestales básicos de la farsa democrática– esta obligación civil es el desideratum de las conquistas populares, pues suponen– ingenua o ladinamente– que se obtendrá el máximum de libertad y el mayor bienestar posible en las relaciones sociales, una vez realizadas tales aspiraciones. Nosotros juzgamos este problema desde un punto de vista no sólo diverso sino opuesto: creemos que desde el momento mismo que un individuo elige su representante en el Gobierno u otra entidad– de buen grado o engañado– abdica parte de su libertad, vale decir, se esclaviza o se somete a su representante. No nos es posible concebir sea compatible con la libertad individual la delegación de poder del representado en su representante, pues desde que este acto se consuma existe autoridad y apareciendo esta, se destruye la libertad, así como muere la luz cuando aparece la oscuridad. Los defensores del Estado y, por ende, del principio de autoridad, arguyen que no hay posibilidad de convivencia humana si no se delega el poder de un hombre o un grupo de hombres en otro hombre u otro grupo de hombres. Hay en esta afirmación un error substancial, puesto que la vida social ha sido posible, lo es y lo será sin la delegación de poder, bastando para que ella se realice armónicamente la delegación de función. Siendo esto algo muy distinto a aquello, ya que no entraña la gestación de ninguna autoridad, siempre que los delegados de cada función se encarguen de realizar ésta de acuerdo con las leyes naturales que nos sirvan para interpretar los fenómenos producidos en cada función y que implican la realización de ella misma. Podemos aclarar estas premisas con un ejemplo sencillo: yo delego en mi cocinera la función de prepararme los alimentos, sin que por esto la autorice para envenenarme o servirme comida quemada, ahumada o mal condimentada; así como ella delega en mí la función de curarla de sus enfermedades, sin que por ello me sienta yo autorizado para asesinarla o prolongarle sus achaques: pues si cualesquiera de nosotros trata de tergiversar su función doméstica o médica, el otro se rebelará y romperá el contrato social tácito en que vivíamos. Vemos aquí que sin autoridad es posible en la práctica la sociabilidad, bastando cierta capacidad funcional que cada uno puede adquirir en el medio en que se vive y cierta dosis de respeto a la personalidad humana que todo ser consciente debe poseer. Así como en esta simple aplicación del libre-acuerdo que es la antítesis del gobierno, se conserva la libertad y el bienestar de mi cocinera y la mía, puede mantenerse la libertad y el bienestar de todos los individuos de una colectividad compenetrándose de las necesidades de cada uno y de las características fundamentales de su naturaleza. Y ni siquiera esto último es necesario, ya que lo esencial en las relaciones humanas sólo tiene atingencia con el problema de la producción y el consumo, fenómenos que son parte y no el todo en cada vida individual. Sin embargo, a título de resolver asunto tan simple se ha complicado la vida del hombre y se ha creado una telaraña de instituciones que convergen al Estado, las cuales no logran satisfacer las aspiraciones y necesidades de ninguno y sacrifican– en cambio– la vida de todos. Y no nos referimos solamente al autocrático Estado medieval– el cual está asomando nuevamente las orejas en la superficie de toda la Tierra– sino también al Estado democrático– abrillantado por la revolución francesa y hoy en bancarrota– y aún al Estado socialista– desprestigiado embrionariamente en Rusia. Esencialmente el Estado es el mismo aunque sus apariencias superficiales lo diferencien, ya que él pretende amparar la libertad y satisfacer las necesidades individuales, y no hace otra cosa que esclavizar a la mayoría de los grupos sociales que constituyen la masa gobernada como asimismo a la minoría privilegiada que ejerce el gobierno: en los regímenes autoritarios son ajenos a la libertad y al bienestar tanto los esclavos como los tiranos.

Traemos todo esto a colación a propósito de lo que aquí sucede. En este rincón del mundo en que los militares y marinos están mangoneando, en apariencias, el gobierno (ya que desde entre bastidores son los capitalistas los que dirigen la farsa) trata de embaucar a los incautos con el voto obligatorio. Los demócratas y compañía se labran un pedestalito de defensores del pueblo combatiendo el voto proporcional, plural y otras lindezas por el estilo y anteponiéndole el sufragio universal. Estos chismes democráticos son cosa que a los libertarios no interesa, pues la tiranía, el hambre y la degradación humana reinan aún en los Estados que detentan la panacea del voto igualitario y universal. Lo fundamental no es tomar el cincuenta, el noventa o el ciento por ciento de participación en la gestación de los poderes públicos, sino no participar en la elección de ningún gobierno por muy demócrata que sea y empeñarse– desde luego– en una acción anti-política abierta, empezando por atacar la raíz del mal, o sea, luchando por no inscribirse en ningún registro electoral. Y si se está obligado por la violencia a ello, no votar; y si, aún, se está obligado a votar bajo la amenaza de las bayonetas, emitir un voto chusco, sufragando por el planeta Marte, el cometa Halley o el Czar de todas las Rusias. Así se hace conciencia revolucionaria y se señalan derroteros libertarios, pues proceder a satisfacer a los gobernantes que piden la venia del pueblo para justificar la implantación de la autoridad– máxima o mínima– sería embarcarse en la maraña política. Y no debemos olvidar que “el carro se empuja desde afuera”, como dijo alguien a aquellos que pretendían de revolucionarios mientras participaban del poder que pretendían desquiciar. Es así, afirmando en hechos– aunque sean aislados– como se llega a la realización próxima o lejana de los ideales. Y no hay que desmayar aunque nuestras fuerzas sean poco numerosas, pues no deja de correr el río hacia el mar porque sus aguas desaparecen del cauce casi totalmente dejando solo un hilo de plata cuando se deslizan por lechos arenosos, ya que más allá emergen a la superficie más puras, más cristalinas y caudalosas, corriendo siempre hacia el mar.

J. GANDULFO.