EDUCACIÓN SEXUAL POR GREGORIO MARAÑON (Continuación)

La educación sexual, que a tantos padres y maestros buenos ha preocupado de un modo punzante, ¿cuándo y cómo debe hacerse? Terrible pregunta, tan difícil de resolver que casi induce a contestarla con esta otra pregunta: ¿debe hacerse la educación sexual? Porque todos tenemos la conciencia de que, aparte normalidades como las que más arriba hemos considerado, de las ideas y sensaciones que en los primeros años se reciban sobre la vida sexual dependerá el que ésta, en lo futuro, corra por cauces normales o se extravíe para siempre. Y aún en esos casos originariamente anormales aún en esos “terrenos abonados” para las desviaciones más tristes, ya hemos dicho que un ambiente de fuerte normalidad puede salvarlos, siempre que la inclinación perversa no sea demasiado violenta. Todos estamos, pues, conformes en la importancia de esta educación, pero, ¿cómo obraremos mejor? Si miramos a nuestro pasado los hombres de ahora, que, por lo menos en España y salvo excepciones, no fuimos sometidos en nuestra niñez y pubertad a otro cultivo de nuestras ideas sexuales que al elemental de decirnos que los niños venían de París, ciertamente no desearíamos para los hijos nuestros, que ahora empiezan a abrirse ante la vida, una pedagogía tan sucinta. Es cierto que muchos logran sortear felizmente los escollos de este brutal empirismo que nos sirvió de aprendizaje, guiados sin duda por un Ángel de la Guarda que hacía compatible el candor de su naturaleza célica con un fino conocimiento de la sicopatología sexual. Pero al mismo tiempo, tenemos la conciencia de que este amigo nuestro y aquel otro y tantos y tantas más que ahora yerran extraviados por la vida de los afectos, pudieran estar hoy, también, a salvo, sin más que una verdad dicha a tiempo o unos minutos de reflexión a los que nadie nos incitó; algo más, en fin que la simple noticia de que aquello “era pecado” y a lo sumo de que el fácil amor de los tugurios podía acarrearnos una enfermedad que amargarse nuestra vida para siempre; verdad que, por ser manejada con tan poca delicadeza, ha sido el origen de tantas timideces trágicas y el pabellón de tantas perversiones. Volvamos, pues, los ojos a la pedagogía científica. En ella encontraremos abundantes páginas, llenas de erudición y buena voluntad. El pensamiento actual sobre el problema está expresado en esta frase de Bloch: “mejor un año demasiado pronto que una hora demasiado tarde”. Es decir, explicar al niño el misterio de la vida de los sexos, con discreción, con dulzura, pero con claridad; y esto pronto, antes de que empiece la temida información callejera y empírica: aún sin miedo, en caso de duda, de rasgar nosotros mismos la inocencia todavía impuesta del niño. Nosotros, hombres de nuestro tiempo, desde luego hemos de colocarnos en una situación teórica de aceptación de estos puntos de vista. Pero llegado el momento, ¿seríamos capaces de descorrer el velo a nuestros propios hijos o a los hijos ajenos confiados al cuidado nuestro, antes de salir del limbo dichoso de la indiferencia sexual? Y aún suponiendo que por cualquier motivo pudiésemos tener la certeza de que el momento había llegado, ¿con qué palabras les hablaríamos o a qué maestros les encomendaríamos la tarea. A mi me ha sucedido, ya en más de una ocasión que algún amigo mío, de espíritu moderno, me ha dicho: “mi hijo va a hacerme hombre; no quiero que aprenda lo que inevitablemente tendrá que saber de unos labios ignorantes, groseros o mal intencionados; hable usted que es médico con él y vaya abriéndole los ojos”. Pues bien, confieso que a solas con el adolescente me he sentido tan confuso como me sentiré seguramente ante mis propios, en parecido trance. Si es inocente todavía, ¿podrán ser más útiles mis nociones que unas horas más, aunque sólo sea una, de inocencia? Y si el mancebo está ya picado de la curiosidad sexual, ¿cómo encontrar las palabras justas para afirmar lo bueno y enderezar lo torcido en la naciente erudición? Se acuerda uno, entonces del efecto bárbaro que nos hicieron en los albores de la hombría, las palabras llenas de buena intención del maestro o de un confesor, aquellos “has hecho cosas malas” o cosas parecidas que a unos hacían sonreír con aire suficiente y a otros les abrían los ojos de la imaginación ante perspectivas inesperadas de perversidad. Ya sé que nosotros o los maestros que eligiéramos no hablaríamos así sino con una delicadeza y una comprensión infinitamente mayores; pero con todo, repitámoslo una vez más, ¿cómo acertar con la expresión conveniente? Bloch cita la solución “práctica” de tres pedagogos eminentes: Sigmundo, de Viena; María Lichnewska, y F. V. Forster, y en sus esquemas se hecha de ver con la mayor evidencia lo lejos que están de la solución, aún éstos que han podido llegar hasta la confección de reglas técnicas precisas. María Lichnewska, por ejemplo, propone una respuesta para la primera pregunta que todo niño suele plantearse y que es, por lo tanto, como el abecedario de la instrucción sexual: ¿de dónde vienen los niños? Acabemos, dice, con la fábula estúpida de que los ha traído una cigüeña– o en una caja de París, como decimos los españoles,– la primera mentira sobre la que se urdirán todas las demás, y respondámosles que el niño está en el vientre de su madre muy contento, muy caliente y bien alimentado, hasta que ha crecido mucho y entonces se abre el vientre materno, como una caja que se destapa y el infante entra en el mundo. Y hasta propone un esquema explicativo con la reproducción visual de esta especie de operación cesárea. Prescindiendo de la tierna delicadeza con que está escrita esta fórmula– nosotros la hemos copiado resumida y no íntegramente– a cualquiera se le ocurre su trivialidad e ineficacia al sustituir una poética mentira, la de la cigüeña, por una verdad a medias, y además con ribetes científicos, lo cual es peor que todos los errores. Pero sobre todo se observa en estas fórmulas, cómo el pedagogo elude cuidadosamente el punto esencial, al hablar de los órganos genitales y de sus funciones, del “por qué” se engendra el niño, sin cuya explicación la historia resulta incompleta para la infantil curiosidad; pero, naturalmente, los pedagogos más resueltos se resisten a darla. El mismo Forster, otro de los adalides de la educación sexual precoz, lo reconoce así y protesta decididamente del único camino que, después de todo, parece natural, esto es de comparar el proceso generador del hombre con el de los animales, que por propia observación suelen conocer casi todos los niños. Y aún, más graves que esta objeciones a la técnica del método son las que pueden hacerse a los consejos generales de los maestros citados, como afirmar: “la educación sexual se iniciará a los trece años”, o “en la clase sexta”, etc. ¡Cómo si la infinita variedad del desarrollo psíquico y afectivo de los niños se pudiera medir con raseros cronológicos o académicos! En realidad, la solución, en cada niño, la da, más o menos perfecta, un estudio especial y fervoroso de “cada caso”, tal como sólo pueden hacerlo los padres. Claro que esto, como pauta general, supondría que cada pareja de padres, se penetrase de la trascendencia de su responsabilidad en este trance, y que, además, tuviesen la cultura (más de sentimientos que de ideas) necesaria para proceder con tino; y por desgracia, en muchos casos, los padres están distraídos, cansados del trabajo, enfermos o muertos. Pero, de todos modos, esto indica, con otras muchas razones que ahora omitimos, la necesidad imperiosa de que los padres intervengan directamente en la educación de sus hijos, sobre todo en algunos de estos más precoces o menos normales; y, singularmente, en ciertos momentos de su evolución. Esto lo saben mejor que nadie los mismos maestros, cuando sienten profundamente la trascendencia de su misión. Los que parecen ignorarlo, son ciertos padres y sobre todo, ciertas madres que creen su maternidad cumplida con poner a sus hijos en el mundo, como un criado coloca la fuente sobre la mesa para que otros se las entiendan con ella. Desde luego, el problema es distinto en los niños y en las niñas. Yo creo, que, al menos en la sociedad española, no hay inconveniente en que las niñas no sean especialmente instruidas en una porción de detalles para los que no hay, en general, una gran curiosidad en el tranquilo erotismo de este sexo. No adelantarse, pues, a la enseñanza de la propia vida; a lo sumo aclarar esta enseñanza con discretas apostillas científicas y morales. Pero en el niño, que vive desde mucho más pronto en una atmósfera extraña al hogar y que, además, siente de un modo más fuerte y más ostensible para su propio organismo el paso del instinto que se despierta, no es fácil guardar esta misma actitud de pasividad relativa y habrá que ir ayudándole como se pueda, pero siempre sin atender a reglas generales y procurando no adelantarse demasiado a su curiosidad, ya que una verdad a destiempo puede perjudicarle– disiento, pues, de Bloch– más que la ignorancia misma. A mi me parece que puestos a elegir una pauta, aún con todas las vaguedades que hemos de dar a esta palabra, la mejor sería en uno y otro sexo el ilustrar con palabras prudentes los ejemplos de la naturaleza, que no suele equivocarse. Esta es precisamente, una de las ventajas de que los niños vivan el mayor tiempo posible en contacto con ella, en el campo, donde tanto como del vigor físico se apoderan sin saberlo de estas lecciones de realidad, inapreciables, que en las casas y en las calles de las ciudades no suelen existir. Allí ven, sencillamente, si no se les emponzoña la visión con hipócritas aspavientos, cómo los animales se copulan, cómo unos nacen por medio de huevos y otros directamente del vientre de la madre, cómo ésta los nutre, con los insectos y florecillas campestres o con la leche de sus ubres, etc. etc., y todo ello bajo el sol, con la misma naturalidad con que el día y la noche se suceden. La desorientación de nuestro vulgo (en el cual naturalmente se incluyen gentes de las más altas categorías sociales) a este respecto, todos hemos podido presenciarla cuando, ante dos animales que en plena calle satisfacen el instinto generador, los espectadores se dividen en dos grupos: uno que hace del noble acto un espectáculo grotesco; y el otro, el peor, el de los que se tapan los ojos y se los tapan a sus hijos, ante una lección que da el propio Creador y que hay que aceptar, por lo tanto, respetuosamente. Esta es la razón de que también nos parezcan nocivas para la educación sexual la mojigatería excesiva en las costumbres públicas de ciertos pueblos como el nuestro. No hay que insistir en el hecho, eternamente reconocido, de que lo que se oculta más, es lo que más ardientemente se desea; y esto, en lo sexual, es tan cierto, que llega a pensarse, como ya en otra ocasión he dicho, si la invención del pecado de la carne no tendría su origen en un noble fin afrodisíaco, puramente higiénico, como los tienen otras prácticas religiosas, tales como nuestros ayunos y abstinencias, las abluciones de los mahometanos, etc. Un campo de experiencias sumamente provechoso para esta observación nos lo proporciona la vida de las playas; siendo evidente que donde se encuentran los casos más típicos y más difundidos de rigosidad, de sexualidad no por contenida menos desvergonzada, es en las playas españolas, en las que, incluso, se dan disposiciones gubernativas para la separación de los sexos y por la llamada “decencia” de los trajes. Refiere un gran escritor contemporáneo que en una población de la costa del norte de España, había, en el casino, una torrecilla y en ella una habitación con un gran catalejo, y los socios, subían por turno, a horas determinadas, a sorprender desde el observatorio el momento en que una mujer, de la ciudad, aunque fuese una vil maritornes, se ajustaba el corsé, en un cuarto lejano, medio abierto por el calor veraniego. Este y otros casos de la rigosidad española, depende exclusivamente del exceso de mogitería en las costumbres, que, desde luego, no siempre coincide con la castidad de la vida interior. En las playas extranjeras– francesas, alemanes, inglesas– donde reina una mayor libertad del desnudo, desde luego, no hay observadores ocultos, ni jóvenes ni viejos que espían la contemplación de desnudeces, que allí están defendidas por una barrera más eficaz que los hábitos franciscanos, que es la naturalidad. Todos cuantos se han ocupado de estas cuestiones, insisten mucho sobre el enorme valor que tiene para defender a los jóvenes contra los peligros de una sexualidad incorrecta, el fomentar por todos los medios su energía física y espiritual. Aquí está, para nosotros, sin duda alguna, la clave, hasta donde es posible hablar de claves en problemas tan complejos. La ocupación intelectual o física, el trabajo, en todas sus formas, y a ratos el deporte, son los antídotos naturales contra todas las miserias que la vida sexual puede acarrear a los jóvenes. Así se han logrado éxitos individuales y hasta colectivos espléndidos en la juventud de los países sajones, y aún en el nuestro, es indudable que el joven que aborda la madurez con un pasado sexual honorable, es siempre un joven enérgico y probado desde bien temprano en la actividad intelectual o física. Lo primero, el trabajo que es la forma normal, fecunda y sagrada de la actividad; y en segundo lugar el de porte, trasunto o substitutivo de aquél, que en toda edad, pero principalmente en la juvenil debe alternar con el trabajo verdadero; pero aún todavía subsisten para vergüenza de la humanidad, pueden prescindir del trabajo, mejor es que sean deportistas, antes que entregarse al ocio, padre, como se ha dicho, de todos los pecados, pero especialmente de los del sexo. En trabajos recientes he insistido mucho sobre esta cuestión, tratando de demostrar que la eficacia de la actividad contra los desvaríos sexuales no nace de una mera conversión ocasional de energías, sino que tiene un sentido biológico profundo, ya que la actividad social, sobre todo en el sexo varonil, es un verdadero equivalente sexual y por lo tanto, el substitutivo fisiológico de los placeres primarios del sexo. El hombre que trabaja, cumple una función absolutamente inherente a su virilidad; así, pues, se acerca, además, al ideal, cuya importancia comentaremos luego, de lograr una máxima individualización de su sexo. Y así también, nos explicamos el hecho, en apariencia paradójico, de que el hombre que da en la vida, demasiado lugar a la persecución del amor, se aleja del patrón de su sexo, como les ocurre a los donjuanes... Veamos ahora el segundo grupo de causas de las humanas desdichas sexuales a que antes nos hemos referido: las desarmonías– empleemos las palabras clásicas de Metschnikoff– que con frecuencia surgen, en la vida sexual de hombres y mujeres, entre el instinto y el deber. Apenas será necesario que insistamos sobre este concepto. Una mujer y un hombre se aman, se unen y tienen un hijo. Y la naturaleza les ordena que han de seguir unidos para lograr, entre los dos, porque ambos tienen su papel distinto o insubstituible, que este niño se convierta en un adulto apto para la vida independiente. Este es, pues, un deber natural que recíprocamente han contraído. A él se añaden los deberes morales que atan a la pareja con la trascendencia de la intimidad de su unión. Y después los deberes sociales, esto es el contrato que la ley les impone y la sociedad suele exigirles. Y, en fin, el deber religioso que sanciona con vínculos en ciertas confesiones indisolubles, el ayuntamiento. El instinto del hombre y la mujer corren en ocasiones, durante la vida entera, paralelos a estos deberes y entonces la pareja vive feliz hasta que la muerte los separa. Pero otras veces, el instinto se desvía y entra en conflicto con el deber. En otros grupos de casos, el hombre o la mujer quedan sueltos en la vida; no han podido contraer estos deberes derivados de la paternidad, por razones de índole oscura, y social económica, patológica, etc. He aquí, entonces, los dos caminos insubstituibles: o encontrar la solución en una castidad serena, o satisfacer su instinto por modos anormales, entre los que incluimos naturalmente la prostitución. En los célibes a la fuerza, que se reclutan casi todos entre las mujeres, el hecho mismo, “de no poder elegir” constituye ya una desarmonía primo-que unas veces el tiempo convierte en conformidad y otras busca para aliviarse los más irregulares caminos. De estos diversos tipos de desarmonías entre el deber y el instinto, surgen (o cuando menos, florecen a su sombra), la mayoría de los males de la sexualidad: la prostitución en todas sus formas con la terrible secuela de las enfermedades venéreas y gran parte de las aberraciones sexuales, muchas de las cuales, requieren, como ya hemos dicho, un previo “terreno” anormal, pero otras, como el onanismo y algunas más, más graves que ésta, pueden originarse directamente de las dificultades o la imposibilidad para la normal realización del amor.

(Continuará)