CRONICA DE POLICIA

“Yo, señores, no puedo aspirar al aprecio del mundo; no he creado nada; no he inventado nada. No soy más que militar” (Palabras del general Kuroki en Nueva York).

Es probable que el general chileno Indalicio Tellez no se haya propuesto demostrar la sabiduría de las palabras del nipón. El hecho es que ultimó una conferencia y que quiso leerla en la tribuna universitaria. Después de vencer heroicas resistencias, el día 11 de Noviembre, consumó su ambición militar. Entró a la tribuna. Es fuerza reconocer que el general Tellez es un táctico de primer orden, por lo menos en tiempo de paz. Ese día, al anochecer, se congregó en el salón universitario un ciento de caballeros de edad, de esos que aman sestear en blandos sillones, y un lote de estudiantes orates. No había más personas. Veíase en cambio, un saludable despliegue de milicias. Un escuadrón patrullaba los contornos y vigilaba las puertas. Otro escuadrón, vestido civilmente ocupaba la platea. Presidían estas maniobras militares los señores Trucco, Guzmán y Larraguibel, a la sazón Vicepresidente, Ministro de Educación y Rector respectivamente; y además el general Vergara que era, es y será Ministro. Naturalmente, de Guerra. Don Indalicio, rigurosamente vestido de general, empezó diciendo, con la voz entrecortada por la emoción, que ascendía a esa tribuna con el objeto de hablar del toqui Lautaro, que a su juicio era “uno de los más grandes genios militares de la humanidad”. Estos conceptos, afiebradamente patrióticos, fueron recibidos con senil escepticismo por los estudiantes de las galerías y con vítores juveniles por los caballeros de abajo. Sordo a los halagos y a las quejas, el general siguió leyendo imperturbable sus carillas colmadas de sentimientos patrios y, por ende de matanzas guerreras. Pero la donosura de estas imágenes se vio turbada de continuo por nuevos rumores de incredulidad de los de arriba que obligaban a los de abajo a contrarrestarlos con aplausos llenos de fe. Por este singular camino, la conferencia pasó insensiblemente a segundo plano superada por las alternativas de una apasionante y fratricida lucha entre los oyentes. Los caballeros de abajo usaban como única arma el aplauso, no siempre bien ensayado; en cambio, los estudiantes se valían de los más variados recursos. Pisadas, carraspeos, risas, toses. Cierto es que a veces les salieron risas que parecían falsificadas, pero en compensación hubo toses perfectas. Durante algunos minutos la galería entera pareció victima de una penosísima epidemia de grippe. La veracidad estupenda de estos detalles vejó infinitamente a los de abajo cuyos aplausos tenían el timbre convencional de esos que se conceden en las fiestas de caridad. A su vez, los aplausos sin alma de los caballeros indignaron a los estudiantes quienes se dieron prisa en crear unos aplausos soberbios ondulantes, que hablaban a las más delicadas fibras del corazón. Sólo que en su fiebre creadora, los estudiantes se olvidaban de colocarlos en los finales de párrafos de la conferencia y los plantaban alocadamente en cualquier parte. Así fueron vitoreados con frenética pasión varias fechas, un vaso de agua y hasta un tartamudeo del general. Un sí es no es envanecidos, los estudiantes llegaron a pensar que el ruido verbal que metía don Indalicio, no dejaba oír sus aplausos incomparables, novedosos y calientes de vida y pidieron al conferenciante que se callara. El general no accedió pensando– también un poco envanecido– que sus especulaciones estratégicas valían imponderablemente más que los aplausos. Esta delicada divergencia creó una atmósfera cargada de electricidad. Alguien apagó la luz por un segundo y por el legajo del señor Tellez pasó volando la noche. Tres veces más anocheció y amaneció en un instante. Pero la quinta noche fue larga y tempestuosa, culebreó por la sombra un relámpago y luego retumbó el trueno de un petardo. Además, en algunos sitios llovió. Cuando alboreó, la mojada concurrencia, vio cruzar el salón al Ministro de Guerra. Una salvaje resolución redondeaba de gallardía sus andares. Rodó escala arriba movilizando a su paso carabineros y sabuesos por doquier. Cuando entró a las galerías iba al mando de un ejercito modelo. Aquí el general en jefe de las fuerzas no trepidó un instante. Acababa de imponerse que Lautaro ganaba sus combates por sorpresa y no era un leso para desperdiciar tan sutiles secretos de la táctica. Agarró al primer estudiante que vio, lo afianzó de la solapa y lo tendió de un soberbio manotazo de oso. Luego lo pisó gritándole: “¡toma por comunista!” a guisa de oración fúnebre. En seguida, agarró a otro, a otro y a otro repitiendo lo del oso y la oración. Entretanto, la tropa no le perdía pisada. Los sabuesos sacudían furiosos a los caídos pero los carabineros se los quitaban pronto para laminarlos bajo sus botas. Mientras se desarrollaba la batalla de los comunistas, abajo, la concurrencia seguía con fiebre patriótica el aplanamiento de las fuerzas enemigas. Algunos suplicaban con una miaja de exaltación: “¡Mátelos, mi general!” Otros más filósofos, se contentaban con rugir: “¡Cobardes! refiriéndose por cierto a los estudiantes molidos a combos, carabineros y patadas. Poco duró la molienda debido a que la contextura del general en jefe es incompatible con las emociones. La obesidad pasa con esto a ser una dolencia salvadora de la humanidad. Acezando el general victorioso dio orden de retirada. Al entrar a la sala, el auditorio, cuadrado militarmente, lo cubrió de una quemante y romana ovación. El general Vergara– modesto y acezando siempre– no se dejó arrebatar por las embriagueces de su victoria. En vez de sentarse en el sillón del señor Trucco, fue a ocupar su sitio de siempre y ordenó seguir la conferencia tan olvidada por amigos y enemigos. Conmovido, don Indalicio, agarró su legajo y prosiguió la parte teórica de las hazañas del toqui. El Ministro de Guerra, seguía acezando; pero poco a poco, dejábase ganar por los encantos espirituales de la conferencia. Se vislumbraba esto en sus ojos que a veces adquirían destellos intelectuales. Ni se meneaba para no perder pensamiento. Algo parecido sucedía con el auditorio, aunque en menor grado por razones de disciplina. Así, en este ambiente de meditación y hasta de ensueño, el día 11 de Noviembre quedó probado hasta la saciedad que Lautaro había sido uno de los genios militares más grandes de la humanidad.

Poil de Carotte.