Vestigio Pagano (Ilustraciones de Isaías)

El valle de Tesana resplandecía, bajo los intensos rayos de un sol de verano, en el verdor de su selva y de sus prados, en el celeste de su lago y en el amarillo pálido del camino que baja del monte Pelión para circundar un bosque de tilos gigantes. El viento arrancaba una polifonía jubilosa de las copas de los árboles regocijados para modularla enseguida murmurante sobre las aguas del lago donde los peces pintaban con pinceladas multicolores la nitidez del cielo helénico. De pronto, pareció nacer del fondo de la tierra un ruido seco, ritmado y creciente, cuya procedencia acusó el vuelo de cien palomas allá en el recodo del camino del cual surgió con galope arrogante el centauro Chirón seguido de una estela de polvo dorado. Frente al trebolar detuvo su carrera para continuar con paso mesurado sobre la yerba fresca donde la menta y el toronjil intensificaban sus aromas bajo las pezuñas candentes del centauro y las anémonas rendían el albor de sus pétalos a su paso. Al llegar al lago pasó su lira a la mano izquierda y, acuencando la diestra, bebió agua y refrescó su frente. Junto a un granado en flor, sombreado por una encina, reposó con la mirada perdida en la lejanía del lago.

En actitud meditativa se aproximaba un cisne blanco, deslizándose lentamente; el corazón formado por su cuello y su reflejo encendió en el pecho de Chirón la llama del recuerdo erótico. Pensó en Diana la cazadora, a quien por mucho tiempo acompañara en la caza del ciervo y del jabalí; más, era imposible pretender seducir a una diosa de virginidad implacable, a la vez cruel, grave y vengativa; pero gracias a ella adquirió, en sus correrías, el conocimiento de todas las virtudes de las plantas medicinales, dominando al mismo tiempo la cirugía, la astronomía y la música. En una gruta al pie del monte Pelión fundó su famosa escuela en la cual tuvo por discípulos a Ulises, Esculapio, Aquiles y Hércules, enseñándoles de preferencia los secretos del arte musical. Pero la talla arrogante de Diana volvía a su memoria, y para espansión de su espíritu oprimido ejecutó allí junto al granado en flor, en su instrumento favorito, la lira, un cántico en tonalidad lidia de ritmo simple y armonías ingenuas que, por cierto, no provocó la llegada de ninguna ninfa que su vista escudriñaba en el bosque entero; más un ruido extraño de pisadas lo sorprendió, ¿una ninfa talvez? nó, a la sombra de una excedra un sátiro con cara sonriente formaba prolijamente un lecho con hojas de hiedra esparciéndolas en todas direcciones hasta lograr la blandura deseada que su mano velluda palpaba de vez en vez. Se recostó con la cabeza apoyada en un abeto, llevándose a sus labios una siringa para ejecutar en ella un preludio voluptuoso, con giros llenos de malicia, que moduló enseguida en un período más acompasado y triste, que el sátiro simulaba sentir bajando los párpados. El centauro Chirón entre el follaje amusga furioso: sus ojos se inyectan de ira y empuñando su mano derecha quiso precipitarse contra su rival, pero la presencia de una ronda de ninfas que se acerca poco a poco al sátiro lo hace desistir de sus propósitos de venganza. El sátiro mientras toca su siringa, inhala con las fosas nasales abiertas el aroma de la carne de una ninfa joven que junto a él lanza persuasivos suspiros de amor. Inesperadamente, el lascivo abandona la siringa de sus manos y con la rapidez de un ciervo persigue a las ninfas que huyen despavoridas a perderse en las aguas del lago, pero el sátiro ha logrado cojer la más joven a la cual tumba en su blando lecho de hiedra, besándola en los ojos, en la boca y en los pechos. El centauro Chirón siente herida su dignidad de maestro, y levantando en alto su lira se aleja con trote veloz. Ya su galope lejano parece acompasar irónicamente el placer del sátiro.

Esta no es más que una visión del mundo pagano, ya no existe ningún representante en esta tierra de los dioses que nos honraran. No por temor al cristianismo, sino por un orgullo justificable de no mezclarse en las doctrinas de un igualitarismo fastidioso prefirieron abandonarnos para siempre; además el judío de Nazarét imponía en sus nuevas doctrinas el renunciamiento de todos los bienes terrenales para que posteriormente los mismos judíos con la cara llena de risa se apropiaran de todo lo renunciado. ¡Y qué sarcasmo más grande!, si en una noche despejada miramos hacia el cielo, en él no encontramos ningún representante del cristianismo: allí está Júpiter, Marte, Juno, Vénus, Diana, y el mismo centauro Chirón, en resúmen, el cielo es perfectamente pagano... Pero del paganismo nos queda un vestigio: esos coños de alpargatas que transitan por nuestras calles empujando un molejón y pregonando oficio con una siringa, son los mismos voluptuosísimos sátiros del pasado que por amor a las mujeres no quisieron irse de la Tierra y que actualmente están reducidos a la mísera calidad de simples afiladores.

Adolfo Allende Sarou.