La revolución de Septiembre y las letras

En Septiembre de 1924 este país, considerado desde el punto de vista literario era toda una esperanza. Nunca hemos tenido grandes escritores, de esos capaces de salvar las fronteras y ocupar la atención de los otros pueblos, si se exceptúan los nombres de Gabriela Mistral, Eduardo Barrios y alguno más. Pero poco a poco, nuestra cultura iba manifestándose en expresiones tal vez débiles y no muy seguras; pero en todo caso respetables. Había ya cierta ausencia de Revistas destinadas a la literatura, al arte y a los estudios. Una a una hemos visto morir iniciativas generosas y entusiastas que siempre habían prometido mucho, aun cuando luego no cumplieran las expectativas. Desde hace buen tiempo faltan en Chile Revistas que, como Nosotros de Buenos Aires, la Revista de Occidente de Madrid y otras más en diversas partes del mundo, representan los mejores valores artísticos y literarios. Los intentos literarios que no pueden llegar al libro, principalmente por lo cara que es en Chile la impresión de éste, encontraban y encuentran en cierto modo campo en los diarios. Nuestra prensa tiene ese aspecto especial: no sólo es informativa, no sólo tiene redacción del momento, dedicada por entero a la urgente actualidad. También caben en ellas iniciativas literarias más altas, más serias, más permanentes. No es que los diarios chilenos tengan grandes espacios destinados a esta labor, pero sí, que al fin y al cabo alguno le dedican. Las páginas de redacción de los que se publican en Santiago, incluyen de vez en cuando artículos literarios y artísticos estimables, poemas y estudios de algún valor. Han cedido así los diarios a la presión que sobre ellos ejercen los escritores que ni pueden publicar libros ni encuentran Revistas a las cuales acudir con sus publicaciones. Pero en Septiembre del año pasado todo ese espacio fue avasallado por algo nuevo, enteramente inusitado hace buen número de años en nuestro ambiente. Se había producido una revolución, un gobierno había sido derrocado, nuevos hombres y tal vez nuevos principios de gobierno habíanse impuesto por un golpe de fuerza. Los diarios viéronse dedicados íntegramente a la revolución. Al principio fueron las grandes crónicas, los títulos alarmistas, las informaciones oficiales en que nadie ha creído jamás. Luego comenzaron los artículos, principalmente debido a los militares, en los cuales se tendía a explicar lo sucedido y a hacer previsiones para el futuro. Durante meses hemos vivido así; durante meses no ha habido tranquilidad para dedicar nuestro espíritu a cosas desinteresadas y altas. Y esto no tanto porque realmente necesitáramos hacernos cargo de la situación y pensar en ella y encontrar remedios para las enfermedades del país, sino por cierta exageración morbosa aunque explicable del criterio público. No tenemos la costumbre de las revoluciones y por eso la que hemos visto nos ha dejado asombrados, turulatos, llenos de temores infundados. Un movimiento así, pequeño, sin sangre, sin victimas, sin gravedad positiva aunque si preñado de amenazas que por cierto no han pasado, nos ha absorbido enteramente. De todo esto ha resultado el empobrecimiento progresivo de la literatura. Necesita ésta una calma especial, una plenitud de fuerzas espirituales, una relativa ociosidad del espíritu creador, sin la cual no pasa ella de ser un producto apresurado y sin calidad estética. No creemos que haya habido poeta que escribiera un verso el cinco de Septiembre ni novelista que se ocupara de su estilo en los días agitadísimos de Enero. Agreguemos aún que muchos proyectos literarios han quedado detenidos por culpa de los acontecimientos. ¿Qué poeta habría tenido el atrevimiento necesario para publicar un libro de sus versos si tenía como esperanza la general indiferencia y como porvenir seguro el olvido? Los escritores chilenos– como sus colegas de todo el mundo– son muy vanidosos pero en ninguno de ellos la vanidad había podido llegar hasta el punto de suponer que sus poemas o sus novelas o sus cuentos apartarían el ánimo público del incentivo escandaloso que lo tenía prendido. Hoy mismo son pocos los que teniendo algo inédito se atreven a intentar la aventura. ¿Es que acaso la situación política de este país es mucho más tranquila y segura que hace tres, seis u ocho meses? A pesar de los velos que se oponen entre las proyecciones de los hechos actuales y el criterio de la mayoría, algo vislumbra ésta de los peligros de hoy y de la instabilidad de las alturas. Y la consecuencia ya la hemos dicho: el empobrecimiento gradual de la literatura ha seguido al movimiento revolucionario de Septiembre. La política, con esas poderosas incrustaciones militares que desde aquel mes tiene, ha venido a ser la preocupación única de los chilenos. No oímos otra cosa, no parece haber en nadie calma sino para ella, para sus hombres y para sus combinaciones de un día. Mientras tanto, y en este momento de excepcional atonía, he aquí que se producen dos hechos de índole muy distinta pero de gran importancia. El primero es de alcance mundial y consiste en los nuevos senderos que ha tomado la literatura en Europa, en los valores que mueren– unos de muerte fisiológica y otros en la atención de las gentes,– en las nuevas doctrinas o tendencias que nacen y se desarrollan. El segundo es puramente nacional y consiste en la reciente dictación del decreto-ley sobre propiedad literaria. Las nuevas tendencias que han nacido en estos días en el viejo mundo nos cambian por entero los antiguos panoramas literarios y nos abocan a una nueva visión de la vida y del espíritu humano desde el punto de vista estético. ¿Quién las conoce? ¿Quién las ha estudiado? ¿Quién penetra en ellas? Pasará el tiempo y vendrán nuevos hechos, nuevas ideas a preocuparnos, y habremos talvez perdido para siempre la ocasión de ver qué tenían ellas de verdadero, qué de estimable, qué de útil. Por su parte, la ley de propiedad literaria es algo fundamental: representa no sólo el derecho que cada actor tiene de reivindicar por su trabajo artístico la remuneración que le corresponde, sino que veda a los editores chilenos la publicación de cualesquiera productos literarios y artísticos extranjeros que no esté autorizada especialmente. Leyes semejantes a ésta son las que han hecho la prosperidad de la literatura norteamericana y permiten en los países de Europa vivir a los escritores del producto de su trabajo. Ambos hechos nos exigen una actitud de atención especial que por cierto no parece compatible con las agitaciones de la política, con el tejemaneje de los partidos, con las amenazas que cercan a la presidencia y con las presiones que de todos lados se ejercen en nuestro ambiente. Nuestras letras en tanto parecen muertas y si no agonizan duermen pacíficamente esperando el retorno de la tranquilidad para dar nuevamente muestras de su existencia. ¿Saldrán robustecidas de este sopor o por el contrario, merced a ello habrán perdido en extensión y en profundidad? Eso sólo pueden decírnoslo los días que aún no nacen.

RAÚL SILVA CASTRO.