SEIS MESES EN RUSIA (Primera Parte)

El autor del presente artículo es un obrero sindicalista que fué a Rusia atraído por las irradiaciones del régimen bolsheviki. Era, antes de pisar tierra rusa, partidario de Lenin a toda prueba; pero desde el momento en que empezó a imponerse de como funcionaban los nuevos organismos, su entusiasmo por el estado socialista se desmoronó. La falta de documentos, hace que algunos compañeros acepten la dictadura como algo que da óptimos frutos. El presente artículo y los sucesivos llevarán al ánimo de los lectores la convicción de que el ejercicio de la autoridad es pernicioso en todas sus formas.

Cómo se hacen las eIecciones a los Soviets

Durante mi estada en Rusia, he asistido a muchas elecciones de Soviets de campesinos y obreros. Había llegado hacía poco. Me encontraba en la aldea de Mariukoe, en el distrito de Kerson. Estaba ,aún en el paroxismo de mi admiración por los comunistas, que creía los fieles realizadores del principio soviético. Como no cesaba de alabar su consagración, su actividad (que yo creía la causa de todos sus éxitos en las elecciones de los Soviets), mi huespéd, un obrero mecánico, me propuso asistir a la elección de los delegados de la aldea, que debía tener lugar esa noche. Acepté. En la casa del Soviet, se había arreglado para la elección, en el piso bajo, una gran sala iluminada con bugías. (La electricidad estaba instalada en los pisos superiores). Los corredores y la entrada de la sala, estaban guardados por soldados rojos, con la bayoneta calada. La sesión estaba anunciada para las ocho, pero no había todavía más que los miembros del bureau: los representantes de Odesa, y los comunistas de la aldea, en número de diez y siete. Hacia las ocho y media, algunos campesinos llegaron. A las nueve se empezó. Había poco más o menos doscientas o doscientas cincuenta personas, sobre cuatro mil habitantes que contaba el lugar. La población se componía en su mayoría de colonos de orígen alemán, que la revolución había librado de la servidumbre de los propietarios; su nivel de cultura era superior al medio de Rusia. El presidente declaró abierta la sesión. Inmediatamente tomó la palabra un campesino corpulento, que miraba a la asamblea ferozmente, y entabló un discurso furibundo, golpeando la mesa continuamente, y haciéndola tambalear más de una vez. Interpeló a Koltchak, Denikine, Judenich; los polacos y Wrangel, sin olvidar a Clemenceau y Lloyd George; todos esos bandidos habían sido aplastados gracias a los comunistas; solamente, el partido comunista merecía la confianza del pueblo; por lo tanto, era necesario votar la lista comunista, a la cabeza de la cual estaba su propio nombre; quien no votara esta lista, sería un miserable contrarrevolucionario que merecería ser prendido por la Tche-ka. Para desenvolver este tema el corpulento campesino habló más de una hora. Después de él, tomó la tribuna el presidente del noyau (núcleo) comunista del ejército rojo que estaba de guarnición en la aldea, repitiendo, poco más o menos, los argumentos de su predecesor. Además, pidió que se denunciarán a los desertores del ejército rojo, amenazando a los campesinos que fueran cómplices o sospechosos, con arrasar sus cosechas, confiscar todas sus propiedades y aprisionarlos. A las once, tomo la palabra un comunista de la Tche-ka de Odesa, que habló largamente de la belleza del comunismo, y de la necesidad de ser implacables hacia aquellos que rechazaran las sugestiones de los comunistas. Los comunistas aplaudían rabiosamente. Un campesino entonces se levantó para pedir que los discursos fueran menos largos. Un comunista lo apostrofó, tratándolo de menchevique, que no quería oír la verdad revolucionaria. Muchos campesinos abandonaron la sala. Otros dos oradores, igualmente comunistas se sucedieron. La mitad de los auditores, poco a poco se habían ido. El presidente protestó, y ordenó a los soldados que cerraran las puertas a fin de que no saliera nadie. Otro campesino se levantó y propuso cambiar algunos nombres de la lista comunista, sino los delegados serían siempre los mismos; era preciso agregar algunos campesinos, y así el Soviet representaría mejor las aspiraciones de la población. Estas palabras produjeron una algazara espantosa. Los comunistas gritaron y lo llamaron Eser (socialista revolucionario); otros gritaron que era una maniobra contrarrevolucionaria. El orador corpulento del principio se lanzó sobre el campesino y lo tomó de la garganta; el presidente se vió obligado a intervenir. El belicoso comunista, se lamentó de la inactividad de la Tche-ka, que dejaba libres tantos peligrosos contrarrevolucionarios. El presidente, naturalmente comunista, preguntó a la asamblea si él podía permitir hablar a un individuo, que se expresaba así, en un sentido tan manifiestamente contrarrevolucionario. Solamente los comunistas respondieron, gritando: “¡No! ¡No! Sería un insulto a la asamblea dejarlo hablar”. Mi vecino se levantó. Afirmó que era bien a pesar suyo que había suscitado la cólera de los comunistas, y que él no pertenecía a ningún partido. Después se calló, visiblemente aterrorizado. El presidente dió la palabra a un nuevo comunista, que se lamentó amargamente que la contrarrevolución estaba a las puertas de las aldeas, y que sus espías obraban en el seno mismo de los Soviets. El presidente resumió lo que habían dicho los diversos oradores. El corpulento comunista añadió aún algunas palabras. Se procedió a la elección. En la sala no quedaban más que ciento cincuenta personas. El presidente, pidió que los que aprobaban la lista comunista, levantaran la mano. Aquí y allí, las manos se levantaron; los soldados se mezclaron con los campesinos y levantaron la mano, yo también. En total, unas cincuenta manos en el aire: En seguida el presidente, muy calmosamente, preguntó quién votaba en contra. Los comunistas miraban ferozmente a la asamblea. «¿Quién está en contra? ¿Quién está en contra?»–repetía, terrible, el corpulento. Naturalmente, ninguno levantó la mano. El presidente declaró que la lista comunista había sido elegida por unanimidad. Todo el mundo quería irse. Era ya la una de la mañana. El presidente dijo que era preciso esperar. Leyó un telegrama dirigido a Lenín, otro a Trotsky, otro a Zinovieff, y un cuarto a Odessa. Naturalmente, nadie se opuso a su envío. El corpulento comunista se atravesó en la puerta y con su fuerte voz entonó la Internacional: todos los couplets fueron cantados. En fin, salimos. Mi huésped me dijo: «¿Es que esto os agrada? Todas las elecciones son lo mismo. En la próxima, los comunistas estarán solos para elegirse; no vendrá ni la mitad de la gente». Verdaderamente, lo que yo acababa de ver y de oír me dejaba pensativo y un poco desilusionado. Por lo demás, he podido controlar que, con pequeñas variantes, las elecciones al Soviet pasaban como ésta en toda la Rusia, en razón de la mentalidad dominadora del partido comunista. En un artículo próximo, expondré cómo he visto elegir los Soviets de fábricas y talleres, para que el lector comprenda que actualmente los Soviets están desprovistos de sus características nativas, que los hacían una forma superior y simple del self gouvernement.

VILKENS.