Capitalismo Implica Sabotage

Fatalmente, instintivamente, lógicamente, el explotado se ve arrastrado por una imperiosa necesidad de legitima defensa a usar del sabotaje contra el explotador. Y esta necesidad, esta fatalidad del sabotaje nace de que la sociedad es un campo de batalla. En el dominio económico (que es el único real) no existe más ley que la voluntad del más fuerte. El amo, el plutócrata, dirige y ordena, y el esclavo moderno, el asalariado, tiene forzadamente que bajar la cerviz y obedecer... so pena de reventar de hambre. Los economistas y demás deshollinadores a sueldo de la burguesía cantan las excelencias del Contrato del trabajo. ¡Valiente superchería! Un contrato que nos es impuesto casi como el cuchillo al cuello y al que, una vez admitido, no podemos sustraernos, no tiene de contrato más que la hipocresía. Es inútil y superfluo insistir sobre este punto. Hoy todos los hombres de sana y sólida razón están conformes en reconocer que el contrato del trabajo es un contrato por excelencia leonino, es decir, un contrato cuyas condiciones dicta el amo, el fuerte, el capitalista, y a las cuales el débil, el esclavo, el proletariado, tiene que someterse. Obsérvese, entre paréntesis, que si la burguesía odia tanto a los sindicatos es porque, gracias a la organización sindical, los trabajadores consiguen, aunque no tan a menudo como se desea, burlar ese contrato leonino y establecer un equilibrio, demasiadas veces estable y momentáneo, entre el obrero y el patrono, quienes tratan entonces de potencia a potencia. Demostrado y admitido que en el campo del trabajo existe desacuerdo permanente entre obreros y patronos, y que en él el fuerte es quien impone su ley al débil, es necesario admitir también que existe entre exploradores y explotados un estado de conflicto irreductible, de lucha continua, y que, por consiguiente, el campo del trabajo es un verdadero campo de batalla, es el que los beligerantes no disponen de las mismas armas. Acorazado de oro, el capitalista se ríe de las agitaciones de su adversario, y, cuando éste rompe las hostilidades por medio de la huelga, el patrono, que tiene el vientre bien repleto, dice seguro de su triunfo: “¡Sigue, sigue, mocozuelo!... ¡Te espero para la vuelta... cuando hayas consumido tus ahorros!...” Y es entonces cuando el trabajador, entrando ya en el sendero de la guerra, se pregunta: '¿Por qué, frente a frente de mi enemigo, que se atrinchera siempre en sus inmejorables posiciones, he de descubrir el pecho y exponerme a perder la vida en el combate? Por qué dejarme arrastrar de sentimentalismos ante quien para mí no tiene escrúpulos ni piedad? ¿Por qué no he de pagarle con igual moneda? Si él pretende vencerme por el hambre ¿por qué no atacarle yo por el punto más sensible?...” Y como el 'punto sensible” del capitalista es el dinero, la conclusión lógica que se impone al obrero es recurrir al sabotage. Aún recurriendo a él, hay todavía magnanimidad de parte del obrero, porque es evidentísimo que podría emplear la ley del talión: “¡Ojo por ojo! ¡diente por diente! ¡vida por vida!..”, y al limitarse a perjudicar a un enemigo que le vacía la médula, le roba su sangre y su vida, simplemente en la materia inerte que constituye la riqueza, hay más generosidad; más respeto humano, un sentimiento más real de la sociabilidad, entre los obreros que entre los capitalistas. Es naturalísimo que el trabajador, llegando al extremo de todos los razonamientos que anteceden, se familiarice con las características de la lucha que va a entablar: a la táctica de los grandes batallones, de las grandes masas dirigidas en bloque contra el adversario, opondrá la de la guerra en pequeñas masas dispersas, que ataquen brusca, súbitamente. Sucede con la clase obrera lo que con un pueblo que, queriendo oponerse a una invasión extranjera y reconociéndose incapaz de hacer frente al enemigo en batallas grandes y ordenadas, se lanza a la guerra de emboscadas y de guerrillas. Todos sabemos que no hay lucha más temida que ésta por los grandes cuerpos de ejército, que se ven derretir como manteca en asador, diezmados poco a poco, vencidos sin combate. Gracias a las guerrillas pudo España resistir a Napoleón el Grande, como Méjico logró también rechazar hasta el mar a las bandas invasoras de Napoleón III. Esta guerra de emboscadas es la más horrible, la más desastrosa, la más mortífera que existe para los ejércitos regulares. Y las más de las veces, éstos se niegan a reconocer a los guerrilleros el carácter de beligerante, y ¡hasta ocurre a menudo: que son también traicionados y negados por aquellos para quienes combaten! Luego sabotage es a la guerra social lo que son las guerrillas a las guerras nacionales. Y ya no extraña ver a los “guerrilleros” del sabotage condenados y negados por los “regulares” (los formalistas, los legalitarios) tal como Briand y demás diputados socialistas. Como no extraña, igualmente, encontrar en el enemigo social (el capitalista) el mismo grandísimo horror hacia el sabotage que el que sienten los soldados de los ejércitos regulares hacia los guerrilleros. Unos y otros obedecen a un impulso idéntico: la rabia impotente de adversarios que, no obstante hallarse colosalmente armados, se ven en vísperas de ser vencidos, aniquilados, de sucumbir bajo la agresión invisible de mosquitos de picadura agudísima, abrasadora, mortal. Y aún se pueden establecer nuevas comparaciones entre la guerra de guerrillas y el sabotage: Tienen también de común estas dos clases de escaramuzas, realizadas sobre dos terrenos de combate diferentes, que, respondiendo a idénticas necesidades de defensa, ejercer sobre la mentalidad de sus partidarios consecuencias semejantes. La guerra de guerrillas desarrolla considerablemente el coraje individual, la audacia, la confianza en sí mismo, el espíritu de decisión, exaltando la energía del individuo y familiarizándole con el peligro. Lo mismo puede decirse del sabotage, que alienta a los trabajadores, les impide dejarse apoderar por una flojedad perniciosa, y, como necesita una acción permanente, sin descanso, da por feliz resultado desarrollar en los asalariados el espíritu de iniciativa, habituarlos a obrar por su propia cuenta y sobreexcitar su combatividad. Continuemos aún las comparaciones: Los guerrilleros nacionales no tienen escrúpulo por destruir preciosas, incalculables riquezas, levantan las vías férreas, cortan los campos, ciegan los pozos, etc., etc., no despreciando en fin medida alguna, por audaz que ella sea, con tal que dé por resultado obstaculizar o paralizar por completo la marcha del enemigo. Pues bien: todos estos actos de destrucción (que no son, en fin de cuentas, otra cosa que un inmenso sabotage y que en otras circunstancias distintas a las en que se emplea, sería ilógico y absurdo) se explican y se legitiman por un objeto perseguido. Y ¿no son preocupaciones del mismo orden que las que inspiran a los guerrilleros nacionales (estos sabotadores patrióticos) las que impulsan a los otros guerrilleros (guerrilleros sociales) a ejercer el sabotage? Resumiendo: Analizando cuidadosamente los fenómenos sociales y despojándolos de la corteza que encubre sus verdaderos caracteres, se adquiere la certidumbre de que la clase obrera está en permanente estado de guerra contra la clases capitalista. Y síendo la tesis guerrera más universalmente admitida el que los mejores golpes dirigidos contra el enemigo són, aquellos que són más rudos y más fuertes se ve uno obligado a apreciar todo el verdadero valor de los hechos de los beligerantes, a comprender que los trabajadores, cuando se rebelan, no sienten por el sabotage el desdén que les atribuyen los parlamentarios, y a concebir perfectamente que usen de él de buen grado y bajo todas sus formas, desde el primer sabotage, condensado en la máxima: «a mala paga, mal trabajo», hasta el sabotage de represalia que, como en la última huelga de ferroviarios de Francia, levanta las vial, corta las comunicaciones telegráficas y telefónicas; obstruye las estaciones e inutiliza las máquinas.

EMILIO POUGET