Escritores Rusos.

El Caballo Viejo

La mañana era apacible y clara; la tropilla de caballos fue llevada al campo. El caballo viejo enfermo, Kholstomer, se quedó en la caballeriza. Apareció un hombre extraño, flaco, atezado, sucio, dentro de caftán manchado de negro. Era el descuartizador. Tomó de la rienda al caballo, sin mirarlo, y echo a andar. Kholstomer lo siguió tranquilamente, sin darse vuelta, arrastrando como siempre las piernas, y rozando al pasar la paja con el anca. Una vez fuera de la puerta cochera, el caballo estiró la cabeza hacia el pozo; pero el descuartizador tiró de la rienda, diciendo: —No vale la pena. El descuartizador y Vaska, el cochero, que iba con él, llegaron a un claro, detrás del cobertizo de ladrillo; y como si ese sitio ordinario hubiera tenido para ellos un interés extraordinario, se detuvieron en él. Entregando la rienda a Vaska, el descuartizador se quitó el caftán, se arremangó, y sacó de la caña de sus botas un cuchillo y una piedra de afilar. El caballo tendió la cabeza hacia la rienda, queriendo morderla para disipar su aburrimiento, pero no pudo alcanzarla. Exhaló un suspiro y cerró los ojos. Dejó caer el labio, descubrió sus dientes amarillos y gastados, y se adormeció, arrullado por el ruido del cuchillo que afilaban. Su pata enferma y envarada era lo único que se estremecía. De pronto sintió que lo tomaban y le alzaban la cabeza. Abrió los ojos. Dos perros estaban delante de él: uno olfateaba del lado del descuartizador, el otro contemplaba al caballo como actor principal de lo que iba a pasar. Kholstomer, al mirarlos, se puso a frotar con su mejilla la mano que lo tenía. —Es para curarme, tal vez –pensó. En efecto, sintió que le hacían algo en la garganta. Le hacían daño; tembló, dobló la pata, pero se contuvo y esperó lo iba a seguir. Lo que siguió fue un líquido que corría a torrentes sobre su garganta y su pecho. Un suspiro le hinchó los flancos, y se sintió muy aliviado... aliviado de todo el peso de la vida. Bajó los párpados y dejó caer la cabeza; nadie la retuvo. Después sus patas se estremecieron, todo su cuerpo se bamboleó: lo que sentía era más bien sorpresa que miedo. Le parecía tan extraño todo... se asombró, quiso abalanzarse, saltar... Pero, en vez de eso, sus piernas, moviéndose sin avanzar, se trabaron; sintió que tocaba el suelo con el costado, quiso incorporarse, pero cayó de pecho, y luego se tendió del lado izquierdo. El descuartizador esperó que las convulsiones terminaran, apartando a los perros, que querían acercarse. Después, tomó al caballo de las patas, lo dio vuelta poniéndolo sobre el lomo; dijo a Vaska que lo mantuviera así y empezó su faena. —Era un buen caballo –murmuró el cochero. —Si estuviera más gordo –observó el descuartizador– la piel sería mejor.

Esa tarde pasó por la altura la tropilla de caballos, y los del ala izquierda vieron en la hondonada un bulto enrojecido, y cerca de él perros que vagaban, cuervos y milanos que revoloteaban. Un perro, con las dos manos asentadas en la carroña, arrancaba con ruido, sacudiendo furiosamente la cabeza, lo que sus colmillos habían asido. Una potranca se detuvo, estiró la cabeza y el cuello; olfateó largamente el aire. Costó trabajo sacarla de ese lugar. Al amanecer, en un barranco de la vieja selva unos lobeznos aullaban alegremente. Eran cinco; cuatro de tamaño casi igual y uno pequeñito, de cabeza más grande que el cuerpo: La loba, flaca en plena muda, arrastrando su vientre henchido, cuyas mamas rozaban la tierra, salió de un zarzal y fue a sentarse junto a sus lobeznos. Estos formaron el semicírculo delante de ella; la loba se acercó al más chico, hizo algunos movimientos convulsivos; después abrió su bocaza erizada de dientes, y haciendo un postrer esfuerzo vomitó un gran zoquete de carne de caballo. Los lobeznos grandes quisieron echarse encima, pero la madre los contuvo con gesto amenazador, y dio todo al chico. Este, como encolerizado, asentó gruñiendo sus manos sobre la carne y se puso a devorarla. De la misma manera, la loba vomitó para el segundo, para el tercero, y así sucesivamente para los cinco. Y sólo entonces se echo junto a ellos a descansar. Ocho días después, detrás del cobertizo de ladrillo, no quedaba del caballo más que el cráneo y los dos húmeros; lo demás había desaparecido. Al acercarse el verano, el mujik que junta huesos para los refinadores, se llevó los húmeros con el cráneo, que encontraron también empleo.

El cuerpo muerto de Serpukhovsky, ex-dueño del caballo, que andaba por el mundo comiendo y bebiendo, fue puesto en tierra mucho más tarde. Así como ese cuerpo había pesado fuertemente sobre los demás durante veinte años, cuando andaba por el mundo, de la misma manera su muerte misma no fue sino una carga más. Hacía mucho tiempo que había dejado de ser útil, hacía mucho tiempo que incomodaba a todo el mundo. Sin embargo, los “muertos” que entierran a los muertos consideraron necesario vestir ese cuerpo con un lindo uniforme y lindas botas, tenderlo en buen féretro con borlas en las cuatro esquinas, poner este féretro dentro de otro de plomo, transportarlo a Moscú, y allá revolver esqueletos viejos para enterrar en medio de ellos ese cuerpo podrido, comido por los gusanos dentro de su uniforme nuevo y de sus botas lustradas, y tapar todo eso con tierra.

LEÓN TOLSTOY.

León Nicolaiévitch Tolstoy.–Nació en 1828, murió en 1910. Consagróse primero a la carrera de las letras que abandonó por lo de las armas e hizo la campaña de Crimea; vivió luego la vida disipada de los nobles rusos; más sublevado su noble espíritu contra sí mismo conmovióle la desolada miseria de los mujiks, la injusticia vejatoria del proletariado y, con un fervor profético, abrazó las más avanzadas ideas sociales y políticas, tanto que muchas veces lo hubieran llevado al destierro a no ser el zar Alejandro que lo admiraba y protegía; pública es su frase: “no quiero que se toque a Tolstoy”. Retirado en Iasnaía-Poliana, su posesión natal, dedicóse a la literatura, y allí, con un genio tan fecundo y ciclópeo como el de Balsac, con una pujanza creadora tan multánime, con una visión tan profunda, dio a la estampa valientes y hermosos cuentos, novelas, dramas, parábolas, fábulas, leyendas talmúdicas y estudios sociales, críticos y filosóficos. Su renombre es universal, y hoy el gran patriarca filantrópico, el anciano austero, el utopista vidente, el soñador generoso; está colocado en el número de los más grandes noveladores y en Rusia como su más alta gloria. He aquí algunos de sus libros: La infancia, La adolescencia, La juventud, La novela de un propietario ruso, La guerra y la paz, Ana Karenina, Cuentos y Fábulas, Los dos húsares, El Poder de las tinieblas, La escuela de Iasnaia-Poliana (que dirigió 3 años), Poder y Libertad, En el Cáucaso, El Ahorcado, La sonata de Kreutzer, Resurrección. Pocos días antes de su muerte, realizó el propósito que acariciaba hacía muchos años: libertarse de todo prejuicio social renunciando a los bienes terrenales, tal como predicara Jesús, su maestro de siempre, volver al seno del pueblo totalmente desposeído de mundanas vanidades. Ese postrer rasgo de su vida, ejemplar y laboriosa por excelencia, culmina magníficamente que fue una consagración a los más elevados ideales de libertad y de justicia, de ensueños puros y hermosos.