AL MARGEN DE LO COTIDIANO

ESCARCEOS EN LA POLÍTICA

Hay algo que, hoy día, inquieta desmesuradamente a los hombres representativos: La juventud y los obreros, se alejan, cada vez más, de los partidos. Se afirma que esto se debe a la desconfianza que los aspavientos funambulescos de los partidos hacen nacer en los espíritus dignos; a la moralidad precaria de los que pregonan mercancías doctrinarias; a la resignada indiferencia de nuestro fatalismo acendrado y singular. Creo yo que esta prescindencia política se origina, más bien, en una comprensión honda y acertada de lo que es la actual lucha social. Los que aspiramos a un cambio integral en la organización humana, buscamos el camino adecuado, el medio eficaz para una realización perfecta de lo que anticipadamente, precise en nosotros, sus contornos ideales. Y la historia y la observación constante de los hechos que, en rededor, se verifican, demuéstranos con fuerza de evidencia que ese medio no puede ser la política. La política es, según el amplio y vulgarizado concepto clásico, el arte de gobernar a los pueblos. He aquí el primer defecto: gobernar es imponer; ejercer sobre los individuos una violencia autoritaria, una coerción emanada de fuentes oscuras y artificiales: Dios, ayer, en los sólidos estados cesáreos; el sufragio popular, hoy, en nuestras balbucientes democracias. Los hombres que husmean el gobierno, lo hacen según ellos, impulsados por principios superiores; según la realidad, con desesperante insistencia repetida, obran manejados por intereses. Esto sería aceptable y encomiable si esos intereses fueran los generales. Pero ¿puede hablarse de intereses generales? El político llegado al Parlamento en virtud de la técnica pueril de la Democracia, es allí, representante del clérigo, del albañil, del intelectual, del ladrón, del rentista, del acróbata, etc. Talvez, si hemos de considerar lo que a diario acontece al único que, en realidad, representa, es al acróbata. Fuera de estas imperfecciones de sistema que sumariamente insinúo, resalta la enorme vaciedad de los fines. Porque ¿cuál es el resultado de la acción política? La legislación. Y la legislación no modifica nada. Influencia efectiva en la existencia individual no tiene. En la social, tampoco, aún ejercida con la más noble austeridad moral, volviendo las espaldas a las solicitaciones de los intereses limitados y transitorios. La ley interpreta y sanciona un modo de vida, una costumbre, una tendencia humana, una necesidad colectiva; a veces trata de dar cauce a determinada actividad, en norma nueva. En el primer caso es innecesaria; en el segundo impotente. En ambas nula. Cabe, entonces, esperar una renovación social por los procedimientos legalitarios? No. Desconocimiento del enorme pasado, ofuscamiento ante los acontecimientos simples y grandiosos de hoy, demostraría el creerlo. Por eso, todos los que se inquietan ante el interrogatorio trágico del mañana, no vayan a la política, abandonan los partidos. Que vayan a integrarlos los empeñados en cimentar la injusticia, y en desvirtuar las rebeldías que destruyendo han de crear. La juventud, los obreros, los hombres libres que ante la vida actual nutren su más fervorosa protesta, no deben seguir los caminos sinuosos, donde como en el laberinto legendario, se pueden extraviar. (¡Tantos ejemplos, tantos!) En la meditación, en el estudio, trabajar el propio espíritu, integrarlo, cada instante, con el conocimiento irrevelado, con el temblor de inédita belleza, con el regocijo de la acción útil al gran anhelo común. “La razón es una divina línea recta”. Y la razón nos dice que no es en la feria gubernativa y parlamentaria donde se gesta el mundo nuevo, sino en el fondo de cada uno de nosotros mismos.

EL IMPERATIVO DE LA LIBERTAD

No es una lucha de clases lo que alienta nuestra inquietud, ni el objetivo de nuestras constantes rebeldías. Las clases desaparecen ante la magnífica vastitud del ideal innovador. El fervor contagioso que lo distingue nace de su tremenda significación humana. Por que, por sobre toda otra cosa, es una protesta de la vida, de la vida encerrada en cauces rígidos, agobiada por instituciones y sistemas normativos que obliteran el desarrollo integral de nuestra personalidad. Miremos en rededor. Caracteres claudicantes, corazones guijarrosos, cuerpos deformados por la fiebre cotidiana de la ciudad tumultuaria, fausto y espanto de miseria; sangre que se trueca en oro, manos ávidas estrujando el placer, harapos que cubren cansancios trashumantes. Y en todo lugar, a la manera de un demiurgo adusto e inevitable, siempre, el dolor. Pero dentro de nosotros, la razón construye incitadoras anticipaciones; la voluntad se robustece en el designio del futuro ideal, y el ansia pura de destruir estremece y enciende las palabras de las viriles admoniciones. Nuestra rebeldía es una fuerza creadora; el ser entero va en ella, anheloso de integración, de expansión. Empequeñecido por siglos de mansedumbre, el Individuo se alza y exige la plena libertad donde todas sus nobles posibilidades de vida cobren sentido, y fructifiquen. Ser libres: he ahí la gran voluntad del presente. Lo demás vendrá de añadidura, después. Una pureza nueva que será como un retorno a dominios perdidos se insinuará en nosotros; nuestras miradas bendecirán la tierra, la copa del espíritu estará colmada de alegría solar. Amaremos las cosas en la bella simplicidad de su perfección, nos entregaremos al trabajo como a un juego placentero y fecundo. Y cada día, hemos de ser más fuertes, más limpios, más nosotros mismos. La violencia habrá desaparecido con el horror de sus exteriorizaciones ciudadanas; todos cooperarán en la obra fraterna y multánime. El Estado, la Iglesia, la Propiedad, todos los organismos que pesan como una lápida sobre la vida serán sólo un recuerdo torvo. Los hombres se asociarán no por la violencia sistematizada, sino por la espontaneidad del propio interés, y, al abrir la tierra generosa, se identificarán con ella y con la flor y la espiga que –¡por fin!– han de ser suyas. Laboremos, pues, en la gestación paciente de la gran belleza próxima. Empuñemos el látigo: los mercaderes tiemblan cuando estremece el aire su ruido fustigante. Las ciudades medrosas aguardan el viento trágico y el fuego purificador. Levantemos, como una antorcha nuestro corazón encendido de esperanza. Y si nuestro fervor decrece, si la indiferencia estoica o la cristiana resignación entraban la dureza de nuestro además demoledor, si escuchamos la voz milenaria del Eclesiastés: “Y lo que ha sido siempre será”, hundámonos en la diaria realidad. Y al sentirnos pequeños dentro del círculo erizado de autoritarismos de la sociedad contemporánea, al contemplar nuestra pureza primitiva y nuestra fuerza creadora ensombrecida por una cultura de artificio y una civilización fundada sobre el engaño y la explotación, al constatar hasta en el amor, las influencias intrusas de la violencia colectiva, sentiremos fortificarse y magnificarse ese anhelo rebelde que –como hermosamente dijo Roman Rolland– “sofocado mil veces, resucita mil y una vez”.

EUGENIO GONZÁLEZ R.