ACERCA DE LA TEORÍA DE EINSTEIN LA PARADOJA DE LOS RELOJES

El presente artículo continúa la exposición de las Teorías de Einstein que prometió hacer “CLARIDAD”. A pesar de su sencillez y de la forma amena que le ha dado el ingenioso articulista que firma “Raíz cuadrada de menos uno”, por él iremos llegando a la totalidad de la doctrina einsteiniana que es precisamente una de las cosas más abstrusas de los últimos tiempos. “CLARIDAD” persigue con estas publicaciones la extensión de su obra cultural que todos sus lectores aprecian ,y apreciarán en el futuro en forma más completa aún.

Si conoces, lector, la teoría modernísima de la relatividad, establecida en la Física por el sabio Einstein, y si has comprendido bien sus múltiples aspectos, estarás ya a prueba de asombros y no te admirará lo que voy a contarte. Pero como a mí me ha admirado sobremanera, y talmente me ha dejado embobado, no puedo por menos de referirlo. Se trata de relojes. Los relojes suelen adelantar o atrasar. ¿Por qué? Porque son malos. Un reloj bueno adelanta poco y atrasa poco. Un reloj que fuera bonísimo, vamos, que fuera perfecto, no adelantaría ni retrasaría nada. Pero perfección no cabe en las cosas humanas, y no tiene nada de particular que los relojes adelanten o atrasen. Bueno; pues supongamos que nos regalan a ti y a mí unos relojes perfectos, de los que no hay; unos relojes procedentes de la fábrica celestial. Los ponemos al mismo tiempo en las doce en punto. ¿Crees tú que el mío o el tuyo adelantará o retrasará sobre el otro? No lo crees, ni yo tampoco; por algo son relojes perfectos, salidos directamente de las manos del divino relojero. Ahora, ya que nuestros relojes están marcando la misma hora, tú emprendes un viaje, te vas, y al cabo de algún tiempo vuelves al punto en que me quedé aguardándote. Llegas; miramos nuestros relojes, y, ¡oh sorpresa!, tu reloj retrasa sobre el mío o el mío adelanta sobre el tuyo. ¿Qué te parece? ¿No es admirable y sorprendente? Porque el retraso del tuyo o el adelanto del mío no puede atribuirse a defecto de fabricación. Los dos relojes son perfectos; son obra directa, inmediata, del divino fabricante. Tu asombro, como el mío, no tiene límites. Lo primero que haces es no creerlo, y queriendo cerciorarte, verificas el experimento. Claro es que no dispones de relojes perfectos; a lo sumo puedes tenerlos buenos, si los compras a un buen fabricante. A pesar de todo, confías en su bondad y realizas la prueba. Y encuentras, como yo encontré, que al retorno del viajecito los dos relojes siguen marcando la misma hora; ninguno de los dos atrasa o adelanta. Y reflexionas que si siendo relojes imperfectos, como humanos, la prueba ha salido así, mucho más acordes andarían aún si fuesen divinos; y concluyes que la imperfección de los relojes con que has operado contribuye a robustecer tu creencia de que aquello que te he contado es un cuento chino, una broma de buen gusto, puesto que es de gusto científico. Y sonríes pensando en que los sabios, a veces, complácense en burlarse de la pobre gente ignara. Pues, sin embargo, escucha. Hace muchos años que la Física andaba empeñadísima en resolver un grave problema; el problema del movimiento de la Tierra a través del éter. Tú ya sabes lo que el éter; sabes que es una sustancia que los físicos necesitaban suponer en el espacio y en la materia para que sirviera de medio donde se propagase la luz. La luz se propaga por el éter, como las ondulaciones se propagan por la superficie del agua. Bueno; pues si la Tierra se mueve en el espacio, quiere decir que se mueve a través del éter. ¿Como podremos comprobar este movimiento? En vano buscaban los físicos el modo de hacerlo. Ocurrióse el siguiente. Es conocida la velocidad de la luz. La técnica física ha llegado a perfecciones tales, que puede medir y computar la velocidad de la luz en una habitación de medianas proporciones. Y ha quedado establecido que la velocidad de la luz es de 300,000 kilómetros por segundo. Pues bien; supongamos que se mide la velocidad de la luz en una ocasión en que el rayo luminoso y la Tierra caminen en direcciones encontradas. Es evidente que a la velocidad de la luz habrá que sumar entonces la velocidad de la Tierra. Para que lo comprendas más claramente, ruegote, lector, que supongas que una tarde sales de tu casa para ir a la de un amigo; pero este amigo, a su vez, sale de su casa para ir a la tuya. Os encontraréis, de seguro, a la mitad del camino, es decir, “antes” que si el amigo hubiera aguardado en su casa tu llegada. Del mismo modo, si la luz viene hacia un punto y este punto va hacia la luz, es evidente que la luz llegará al punto “antes” que si el punto permanece inmóvil, aguardando la llegada de la luz. Pues bien; supongamos un foco luminoso, una vela, por ejemplo, a cierta distancia de la vela, una meta cualquiera, el ocular, por ejemplo, de un anteojo. La luz tiene que recorrer la línea recta que separa la vela del anteojo. Esa línea recta tiene una cierta longitud y la luz necesita un cierto tiempo para recorrerla. Como la velocidad de la luz es de 300,000 kilómetros por segundo; el tiempo que la luz necesitará para ir de la vela al anteojo será una fracción pequeñísima de segundo, pero fácilmente calculable. Ahora bien; si se colocan la vela y el anteojo de tal manera que la recta que las une sea la dirección del movimiento de la Tierra con respecto al éter, claro es que la Tierra irá al encuentro de las ondas luminosas y la luz llegará al anteojo antes de lo calculado, tardando, pues, menos tiempo del calculado. En cambio, si la vela y el anteojo se colocan de manera que la recta que las une sea perpendicular al movimiento de la Tierra a través del éter, es decir, perpendicular a la dirección anterior, entonces la luz llegara al anteojo justo en el tiempo calculado. La técnica física moderna es tan delicada, que ha podido montar un aparato giratorio que, manteniendo fija la vela y el anteojo, sitúa estos dos objetos unas veces en la dirección del movimiento de la Tierra y otras veces en la dirección perpendicular a la anterior. Con este aparato puede apreciarse, no sólo la diferencia de tiempo que habrá de existir entre el recorrido de la luz en una y en otra dirección, sino una diferencia que fuese muchísimo menor todavía. Pues bien; hecho el experimento repetidas veces, “nunca” se a apreciado diferencia alguna entre los tiempos que la luz necesita para hacer los dos recorridos. ¿Este resultado te asombra, lector? Pues lo mismo que a ti asombró a todos los físicos. ¿Cómo? ¿La luz cuando va en la dirección opuesta al movimiento de la Tierra no corre más que cuando va en otra dirección? Parece imposible; esto se opone a todas nuestras nociones sobre el espacio y el tiempo. Y todos empezaron a buscar la solución del problema. No era fácil encontrarla. Inventáronse distintas hipótesis, que fueron fracasando. Por fin, la explicación definitiva parece haberla dado Einstein con su teoría de la relatividad. He aquí, en breves palabras, lo esencial de esta teoría. Venimos figurándonos desde tiempo inmemorial que el espacio y el tiempo son absolutos; que un trozo de espacio y un momento de tiempo son cosas inmutables, siempre iguales a sí mismas en todas las circunstancias. Pero este es un error. El espacio y el tiempo son relativos; es decir, varían según las circunstancias. Un metro es más o menos largo según las circunstancias; un segundo dura más o menos según las circunstancias. Es lo mismo que pasa con el movimiento, y, ,sin embargo, en el caso del movimiento no nos choca ni escandaliza. ¿No recuerdas, lector, haber estado una vez sentado en el vagón del ferrocarril, estando el tren parado en una estación? ¿No recuerdas haber visto otro tren parado también junto al tuyo? ¿No recuerdas haber oído el silbato del jefe y haber creído que tu tren se ponía en movimiento, siendo así que el que verdaderamente partía era el otro tren contiguo? Pues tal es la relatividad del movimiento. Tú, sentado en el asiento del vagón, estás inmóvil “con relación” al vagón, pero estás en movimiento “con relación” al campo; si echas a andar por el pasillo del vagón, en dirección hacia el furgón de cola, en un momento en que el tren va sumamente despacio; acaso sucederá que tú estés en movimiento “con relación” al vagón, pero inmóvil “con relación” al campo. Y esto no te choca ni te escandaliza. Aceptas la “relatividad” del movimiento con plena confianza. ¿Por qué no has de aceptar igualmente la relatividad del espacio y del tiempo? Fíjate bien: no hay más remedio que confesar, en vista de los experimentos que te he referido, que la velocidad de la luz es “constante”. Acuérdate bien de este principio fundamental de la “constancia” de la velocidad de la luz. Pues bien; si la velocidad de la luz es constante, quiere decir esto que la luz recorre con la “misma” velocidad una distancia en reposo que una distancia en movimiento. Si, en un tren parado en medio del campo, hace el maquinista sobre la máquina una señal luminosa, ésta tarda en llegar al furgón de cola un tiempo que llamaremos T. Si el maquinista hace la misma señal estando el tren en marcha, la señal tardará en llegar al furgón de cola un tiempo que llamaremos T`. Según el principio de la constancia de la velocidad de la luz, los dos tiempos T y T` son iguales. Pero, por otra parte, cuando el tren está en marcha es evidente que el furgón de cola va al encuentro de las ondas luminosas; por lo tanto, la luz llega a él antes que cuando el tren está parado, y por lo tanto el tiempo T es mayor que el tiempo T`. ¿Cómo es posible que los tiempos T y T` sean a la vez iguales y desiguales? Pues por lo mismo que es posible, lector, que tú estés a la vez inmóvil y en movimiento. Estás inmóvil “con relación” al vagón del tren en donde viajas; pero estás en movimiento “con relación” al campo que el tren atraviesa . Si te refieres al tren, estás inmóvil; si te refieres al campo, estás en movimiento. De igual modo, pues, que el estado de movimiento es distinto según a lo que tú te refieras, también el tiempo es distinto según a lo que tú te refieras. El tiempo T, “con relación” al tren parado, es distinto del tiempo T`, “con relación” al tren en marcha; como tu estado de movimiento M, con relación al vagón en donde estás sentado, es distinto del estado de movimiento M` con relación al campo que atraviesas raudo. Hay, pues, un tiempo especial para cada caso, hay un tiempo distinto según las circunstancias, no existe un tiempo absoluto; como igualmente hay un movimiento especial para cada caso, hay un movimiento distinto según las circunstancias, no existe un movimiento absoluto. De aquí resulta que el tiempo T` del tren en marcha es un tiempo más lento, puesto que la luz, partiendo de la máquina, llega antes al furgón de cola cuando el tren está andando que cuando está parado. Y, en general, el tiempo de un cuerpo en movimiento es más lento que el de un cuerpo en reposo. Según el estado de movimiento, así es el tiempo. El tiempo es relativo al estado de movimiento. Un cuerpo en movimiento tiene un tiempo más lento que un cuerpo en reposo, y tanto más lento cuanto que el movimiento es más rápido. Volvamos ahora a nuestro problema de los relojes. Si tú, lector, y yo tenemos nuestros relojes acordes y tú te das una vueltecita con movimiento rápido, tú estarás en el caso del tren en marcha y yo en el caso del tren parado. Tu tiempo será más lento que el mío, y a tu vuelta tu reloj retrasará sobre el mío. Pero no nos daremos cuenta de ello, porque tu velocidad al realizar ese paseo es, comparada con la velocidad de la luz (300,000 kilómetros por segundo), tan pequeña, tan pequeñísima, que ni siquiera es expresable, y mucho menos cabría observar la diferencia. Pero supongamos que para dar tu paseo, mientras yo te aguardo, dispones de un astro rapidísimo o, más aún, te montas a caballo en un electrón, cuya velocidad es casi como la de la luz. Pues en este caso tu tiempo, tus segundos, serian tan largos, tan largos, que a la vuelta de tu viaje por los mundos estelares habrían transcurrirlo para ti unos minutos y para mi, en cambio, tantos años que quizá hubiera muerto aguardándote en vano. Pero no es fácil que tú encuentres la manera de cabalgar en electrones. Si la encontraras, avisa, y la Humanidad te veneraría como Fausto a Mefistófeles: le habrías dado el secreto de la eterna juventud.